Fernando Jáuregui – No quisiera tirar este comentario también a la basura


MADRID, 27 (OTR/PRESS)

El jueves, tiré a la basura, por dos veces, el comentario que habitualmente envío a este medio. Todo cambió la primera vez, cuando los nubarrones parecían despejarse y daba la impresión de que el molt honorable Puigdemont aceptaría aparcar la declaración unilateral de independencia para decantarse por adelantar las elecciones autonómicas. La catástrofe parecía remontada al menos por un tiempo. Y escribí cuarenta líneas de urgencia.
Pero, inmediatamente, comprobamos que no, que nada se aparcaba, que alguna negociación subterránea y secreta había salido mal y que los planes rupturistas de la Generalitat y aledaños seguían adelante. De nuevo la catástrofe planeaba sobre nuestras cabezas, aunque todo quedaba pospuesto hasta que el viernes volviese a reunirse el Parlament, mientras el Senado aprobaba la puesta en marcha del artículo 155 de la Constitución, que trata de impedir esa independencia unilateral. En ese momento, desistí de enviar mi comentario, pensando que acaso el viernes tendría conclusiones más definitivas. Y, equivocándome una vez más, por culpa de mi optimismo, creí que aún era posible ver alguna luz de acuerdo al final del negrísimo túnel: eso era lo que yo quería contar, el acuerdo que alejaba los fantasmas.
La verdad es que la situación por la que atravesamos los columnistas que tenemos, con nuestros textos, que acudir a nuestra cita con los lectores de la prensa de papel (y la digital también), empieza a ser penosa; cuántas veces mi comentario -desde hace dos meses, solo escribo sobre Cataluña– se ha quedado obsoleto porque los acontecimientos galopaban sobre la realidad anterior. El sosiego había huido de nuestras playas, lo imprevisible reinaba sobre la actualidad. Desde la Generalitat se nos imponía cada día una nueva inseguridad jurídica. Ni el más imaginativo novelista hubiese podido concebir nunca una ficción como la que la realidad plasmaba cada día. Este jueves, y este viernes, se superaban todos los récords. Haría falta una pluma muy poderosa para, en muchas páginas, en varios volúmenes, relatar lo que ha sido todo esto en sus diversas vertientes: la Generalitat, el Govern, el Parlament, las Cortes, el Gobierno central, los partidos, las instituciones -comenzando por el Rey–, la Unión Europea y el mundo entero, usted y yo… Un mundo que asistía, ojiplático, al desarrollo de lo que Marx hubiese calificado como una farsa. Y esperemos que acabe siéndolo, aunque muchos pelos nos tendremos que dejar todos en la gatera.
Nada va a ser igual a partir de esta semana trágica, desde el momento en el que una mesiánica Carme Forcadell leía el texto de la resolución proclamando la República catalana. No me siento capaz de entrever las consecuencias de lo que Puigdemont y su camarilla han hecho, culminando años de errores desde todos los lados. Mientras escribo, veo la urna en la que los parlamentarios de la «autonomía catalana» (lo sigue siendo) van a depositar su sentencia de muerte, o la sentencia de muerte de una Cataluña tal y como la concebíamos. La independencia de Cataluña se votó en secreto, para evitar consecuencias judiciales por semejante ilegalidad. Y ganó. Pero ya sabemos que no será posible: lo dice Rajoy, apoyado en el «Boletín Oficial del estado», en la Constitución, en el PSOE, en Ciudadanos, en la UE, en cuarenta millones de españoles (de los cuales, quizá cinco millones catalanes). Yo mismo, quizá usted, lo decimos: inconcebible tal desmán como el que han diseñado en la actual Generalitat, culminando otras fechorías de otras generalitats.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Esta pregunta era pertinente hasta ayer. A partir de ahora, esta pregunta será otra: ¿cómo vamos a salir de esta? En el Senado, con caras de viernes, proseguía, plácida, la sesión. El discurso de Rajoy en la Cámara Alta, por la mañana del viernes, había sido, como el de la vicepresidenta el día anterior, demasiado coyuntural: no hablaron del futuro, de planes B ante lo que se venía. La calle, el otro escenario, hervía en la plaza de Sant Jaume, pero no pasaban de veinte mil los manifestantes, estudiantes universitarios en su mayoría. ¿Basta eso, basta una votación tan fraudulenta, un pucherazo como el del pasado día 1, para este triste, ramplón, remedo de lo que hace ochenta y tres años hizo Companys desde un balcón?

Estuve recorriendo las dependencias del Senado en este viernes lamentablemente histórico. Aquello no parecía ir con muchos de ellos, empezando por algún miembro del Gobierno, que minimizaba el alcance trágico de lo que estaba ocurriendo, al tiempo, en el Parlament. Allí, se votaba, con setenta votos a favor, unos pocos en contra, alguna abstención y la ausencia de socialistas, populares y ciudadanos, la independencia de Cataluña. En ese mismo momento, Mariano Rajoy lanzaba un tuit: «pido tranquilidad a todos los españoles. El Estado de Derecho restaurará la legalidad». ¿Cómo? Eso va a dilucidarse en las próximas horas, en los próximos días, en los que puede pasar de todo. Rajoy, en todo caso, no lo explica. Sus ahora socios constitucionalistas, tampoco. Puigdemont, a quien los manifestantes pasaron de llamar «traidor» a «president» (ay, la volatilidad de la opinión pública…), tampoco. Yo estuve en el Senado, tratando de hacer una radiografía del caos, y solo encontré flema británica y distanciamiento. Pero algo tiene que pasar, ellos lo saben..
¿Qué es lo que pasará? Lo ignoro. Pero no tiré este comentario a la basura. Me negué a callarme, por falta de respuestas, un día más, un día histórico más. Un día en el que, por cierto, paradojas de la vida, se cumplía el primer aniversario de la sesión de investidura que mantuvo a Rajoy en La Moncloa. Claro que, este viernes, ¿quién estaba para celebraciones?

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