Fernando Jáuregui – El noble arte de insultar


MADRID, 10 Ago. (OTR/PRESS)

Líbreme Dios, por supuesto, de predicar el insulto. Como periodista, me estomaga escuchar cómo, desde algunas tribunas y tribunos, se ofende al que no piensa como el orador o el escribiente de turno. Quizá figuremos entre los países más intolerantes con quienes discrepan de nosotros. Bueno, los hay peores, claro: aquí, al menos, te insultan, incluso por las redes sociales, y no pasa nada, más allá del cabreo que coges. En la Turquía de Erdogan, insultar al presidente, o decir del presidente lo que el señor presidente toma por un insulto, te lleva a la cárcel, como al periodista Hamza Yalçin, retenido ahora en España por uno de esos vericuetos de extradiciones que parece que un juez, aunque sea tan demócrata como el que ha intervenido en este caso, no puede saltarse a la torera. O sea, que en España, donde no existe, laus Deo, el delito de opinión, tenemos a un periodista turco, que en realidad es sueco, en la cárcel por insultar, o lo que sea, a Erdogan.
Déjeme que le diga que, en mi concepto de lo que es libertad de expresión, el insulto es una cosa muy fea cuando se dirige, en lugar de argumentos, al que piensa o actúa de otra manera. Pero, en cambio, puede estar admitida alguna forma de crítica severa cuando el destinatario de tal crítica, o del insulto sin más, es alguien como Erdogan, qué quiere que le diga. Es ese señor golpista que tiene a cientos de mis compañeros periodistas encarcelados, dice él que por apología del terrorismo, lo que, traducido al castellano, significa discrepar de su régimen tiránico. ¿Y ese individuo quiere ingresar en la UE? ¿Y ese personaje es merecedor del respeto de quienes, como los periodistas, están obligados a ejercer un trabajo crítico, no turiferario?

A uno, la verdad, le entran a veces ganas de agarrarse al ordenador y lanzar unos cuantos insultos contra esos personajes que hacen más miserable la vida de los demás. Y pienso, para que no se me acuse de irme por las ramas, en Nicolás Maduro, por ejemplo. O en el impresentable-entre-los-impresentables Kim. O, si me fuerza usted, en Trump, a quien estoy a punto de equiparar con una catástrofe ambulante con corbata y botón nuclear rojos. O, claro, pienso en alguien como Erdogan, que tanto hace sufrir, y lo he comprobado no hace mucho «in situ», a quienes pretenden informar con veracidad, sin mordazas ni aplausos. Lo que es por mí, dése el señor Erdogan por insultado. Y confío en que el Consejo de Ministros de mi país, que es un país demócrata y a veces hasta templado, niegue la extradición del señor Yalçin a Tiranoladia. Faltaría más.

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