Siete días trepidantes – Quedan motivos, tras la sentencia, para el optimismo


MADRID, (OTR/PRESS)

Ahora solo falta, nos vino a decir el que fuera juez instructor de la «causa del siglo», el veredicto de la ciudadanía: cuánto desgaste han sufrido la Justicia y la forma monárquica del Estado con el lance Cristina-Urdangarín. Me cuentan que ya se han puesto en marcha, privada y semipúblicamente, al menos dos grandes encuestas para conocer en profundidad si, en efecto, este desgaste se ha producido y cuánto. Hemos escrito todos tanto, y en ocasiones tan vanamente, acerca de la «sentencia del año», la que condenó a Urdangarín y absolvió penalmente -solo penalmente- a su esposa, la aún infanta, que ya solo cabe hablar de sus posibles consecuencias a medio y largo plazo. ¿Estamos ante un terremoto o se aquieta la tormenta? Apostaría más por lo segundo que por lo primero. Creo que, en todos los contenciosos de fondo que tenemos abiertos, cabe vislumbrar algunos rayos de esperanza: confiemos en que nuevos nubarrones no los oculten otra vez, agostando las briznas de optimismo.
La semana, a mi juicio, ha estado presidida por los titulares en torno a la sentencia del «caso Nóos». Pero no puedo olvidar, en este resumen, otro titular que, como esta sentencia, me induce a confiar en que algunos de nuestros grandes males podrían, si todos mantenemos la cabeza fría y el juicio sensato, tener remedio. Me refiero a la siguiente apertura de un periódico el pasado viernes: «Mas afirma en Madrid que hay alternativa a la independencia». Luego paso a comentar también este importante factor de nuestra actualidad, relacionado igualmente con la estabilidad del Estado y sus instituciones.
Contraviniendo algunas opiniones, sin duda de tanto valor como esta, que he venido leyendo y escuchando, me atrevería de decir que la sentencia, la más traída y llevada, y acaso la menos leída, de nuestra historia reciente, quizá sirva para cimentar la idea de que nuestra Monarquía puede regenerarse. Veremos qué nos dicen, si llegamos a conocerlos en su totalidad, esos sondeos. Y lo mismo podría especular sobre si se va abriendo paso en nuestra opinión pública la sensación de que, al fin y al cabo, la Justicia es, en nuestro país, bastante más sólida de lo que algunos, incluyendo ciertos políticos, se empeñan en proclamar.
Indudablemente, el «juicio Nóos» era necesario; era precisa esta sentencia, a mi poco especializado entender equilibrada, tras un proceso en el que han abundando las trapisondas. ¿Cómo cimentar en los españoles la idea de que la Justicia funciona bien en medio de las trifulcas públicas entre un juez que se siente estrella y que no ha sabido superar el morir de éxito y un fiscal empeñado en «su» verdad, mientras la defensa de la hija y hermana de reyes desvelaba que la acusación, ejercida por un grupo gansteril, se atrevió a exigir dinero a cambio de retirar su demanda, que era la única existente contra la esposa de Urdangarín, al parecer siempre ignorante de las trapisondas de su marido?

Quizá, escribía yo en las últimas horas en un periódico digital de reciente aparición y que lleva por mancheta el del histórico «El Debate de hoy», quizá resulte que la sentencia ha venido a poner algunas cosas en su sitio. Se requería más valor para tomar la decisión de no condenar penalmente a la Infanta que para enviarla a prisión, como se enviará sin duda a su esposo, apelaciones al margen. Y, con las excepciones que preveíamos, las reacciones de la clase política en este sentido han sido moderadas, incluso positivas para la causa judicial. En España, aunque demasiado tarde, porque la Justicia bate records de lentitud, quien la hace, la paga. Y paga en su justa medida, sin excepciones, aunque a veces con demasiadas estridencias y, claro, con algunas equivocaciones.
Otro aspecto crucial, me parece, es averiguar cómo sale de este enojoso lance lo que podríamos denominar la «causa monárquica». El hecho de que, poco antes de producirse esta sentencia, se hubiesen filtrado algunas cosas sin duda negativas para la imagen de Juan Carlos I, me hace pensar en que el eterno debate subyacente bajo la piel política del país, Monarquía-República, se estaba avivando de manera no precisamente casual: hay muchos indicios en este sentido. La digna reacción que Felipe VI está sabiendo mostrar ante la conducta de su hermana, que no ha querido, hasta el momento, renunciar a sus derechos dinásticos, juega a favor del Monarca, que sabe que tiene que ganarse el trono día a día y que no puede cometer algunos errores que sí cometió su padre. Y entiendo que también hay otros muchos factores, entre ellos el de la búsqueda nacional de una estabilidad política, al margen de la ejemplaridad del actual jefe del Estado, que inclinan la balanza en favor de la idea ignaciana de que, en tiempos de crisis, no debe hacerse mudanza. Y menos en tema tan capital como el que nos ocupa.
Ya digo: veremos lo que dicen las encuestas, cuando empiecen a publicarse, pero tengo la sensación de que una aplastante mayoría de ciudadanos no quiere embarcarse ahora en aventuras acerca de la forma del Estado. Sobre todo, recordando un año en el que la llamada clase política ha mostrado una inquietante incapacidad para resolver por sí sola, en base a un gran consenso, los problemas que esa misma clase planteó.
Quisiera creer que, con la provisionalidad que todo lo impregna en España, la solvencia de las dos instituciones citadas ha quedado, hasta cierto punto, y con los claroscuros de siempre, consolidada. Ha llegado el momento ver cómo sobrepasan la Justicia, y la propia Jefatura del Estado, otras pruebas, me parece que de mayor envergadura y peligro que la del juicio contra doña Cristina de Borbón y don Iñaki Urdangarían. Hablo, por ejemplo, de la deriva secesionista catalana, a la que Mas, en una comparecencia universitaria, parece encontrar salidas pactadas, consciente como es de la imposibilidad de que una parte de España se segregue de ella. Y claro que las hay, me refiero a las salidas. Ahí está, por ejemplo, el artículo 152 de la Constitución, aplicable a un referéndum tras una reforma consensuada del Estatut.
Pero el desarrollo puntual de esta última idea exigiría, acaso, un nuevo comentario, pues no quisiera sobrepasar los ya excesivos límites de este. Gracias, en todo caso, lector, por su interés hasta aquí. Y mantengamos el optimismo… y los dedos cruzados.

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