Antonio Casado – Olor a podrido.


MADRID, 24 (OTR/PRESS)

La corrupción televisada nos ofrece a diario el minuto y resultado de la inmoralidad. Los ERE del PSOE, el Gürtel del PP o el Palau de CiU, como escándalos emblemáticos de las malas prácticas en la vida pública. Menciono deliberadamente a los tres costaleros políticos del régimen democrático de 1978 sólo como réplica a la insoportable tendencia del nacionalismo catalán a interpretar sus propios escándalos como maniobras tóxicas de Madrid a modo de revancha frente a la tentación independentista.
Ocurrió en los primeros años ochenta, cuando el ya presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, calificó de «jugada indigna» lo que había hecho el Gobierno central (socialista, a la sazón) en el caso Banca Catalana. El padre de los Pujol Ferrusola fue acusado de apropiación indebida, nunca se aclaró el agujero de 20.000 millones de pesetas en las cuentas de la entidad y el Estado tuvo que aflojar hasta 2.000 millones para evitar la quiebra de aquella caja registradora del neo-nacionalismo catalán.
Todo aquello se perdió en la polvareda por la mirada distraída del Gobierno socialista de Felipe González, a pesar del empeño por evitarlo de los fiscales Mena y Villarejo, así como los ocho jueces que se opusieron sin éxito al archivo de la causa. Pero Pujol no perdería ocasión de declamar desde el balcón de la plaza de San Jaume lo siguiente: «A partir de ahora cuando alguien hable de ética, de moral y juego limpio, podremos hablar nosotros, no ellos». Y en la polvareda se perdió también la denuncia formulada en sede parlamentaria por el presidente de la Generalitat, Pascual Maragall, cuando en 2005 acusó a la CiU ya liderada por Artur mas, de cobrar el 3% a las empresas concesionarias de obra pública en la Comunidad.
Ahora todos estos episodios de nuestra reciente historia cobran sentido a la luz de lo que vamos sabiendo sobre las andanzas del clan Pujol. Pero, sobre todo, semejantes precedentes equiparan al pujolismo con los dos protagonistas de los últimos treinta y tantos años de vida española. Al fin y al cabo es una forma de practicar el sucursalismo político que siempre negó este padre de familia tan poco ejemplar. No solo el político, como queda demostrado en sus dos operaciones de apoyo al Gobierno de la Nación (1993 con los socialistas y 1996 con el PP). También cultivó el sucursalismo de la inmoralidad.
Tal y como lo está percibiendo aquí y ahora la opinión pública, hastiada del goteo de noticias que retratan años y años de corrupción, las trapacerías de los Pujol desprenden el mismo olor a podrido que las dos fuerzas políticas sobre las que se basó la supervivencia de la democracia felizmente recuperada en 1978. Las tres están vinculadas a los tres grandes protagonistas de nuestra reciente historia: González, Aznar y Pujol. Lo que representan cada uno de ellos nos llega mancillado a estas alturas de la película (EREs, Gürtel, Casinos, clan Pujol). Y lo que representan los tres juntos es un yacimiento de energía para Podemos y el apremiante independentismo catalán de Junqueras.

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