Afganistán, del error al abandono

Con la perdida de la capital, Kabul, en noviembre de 2001 y la caída apenas un mes después del último bastión de los talibanes, Kandahar, todo pareció indicar que allí donde no habían logrado triunfar los ejércitos británicos en el s. XIX o los soviéticos en los años ochenta del pasado siglo, lo habían conseguido de forma aplastante las fuerzas conjuntas de los Estados Unidos y la resistencia antitalibán afgana. Tan sólo en unas pocas semanas, la hábil mezcla de la infantería de la Alianza del Norte con la absoluta superioridad tecnológica de los Estados Unidos, había forjado una fuerza imbatible capaz de laminar todo intento de resistencia por parte de los talibanes.

Sin embargo, y pese a este arrollador éxito inicial, a la par que se terminaba la conquista militar del país comenzaba a incubarse el germen del posterior desastre, ya militar, ya sobre todo humanitario. En primer lugar, y pese a los esfuerzos invertidos en este particular, prácticamente todos los líderes talibanes y de Al Qaeda lograron huir hacia la frontera pakistaní. En segundo lugar, y esto a la larga se ha demostrado aún más grave, la poca preparación diplomática previa, dando por buena la dictadura pakistaní, dando por buenos a los señores de la guerra afganos, dando por buenas a los tiranos de las repúblicas surgidas en la antigua Asia Central soviética, obligaron a los Estados Unidos primero y a la comunidad internacional después a tener que compartir el proyecto de reconstrucción de Afganistán con unos muy poco deseables compañeros de cama.

Aún así, y centrándonos exclusivamente en el caso afgano, de haber existido un proyecto serio de reconstrucción como el que esbozaban expertos en la región como Ahmed Rashid o Francesc Vendrell, tal vez, con los años y mucha paciencia y dinero, todo se hubiera podido encauzar. No en vano, las encuestas realizadas entre la población afgana apuntaban a que ésta estaba harta de la férrea dictadura talibán y deseaban las libertades y el progreso que desde Occidente les prometían. Sin embargo, ni en un primer momento cuando se podía haber hecho, ni después cuando ya era obligatorio hacerlo, se tuvo el menor interés en llegar más allá del puro compromiso verbal con los afganos.

Muy al contrario, en lugar de invertir en infraestructuras e inyectar ayudas de una forma masiva pero inteligente por medio de una especie de nuevo plan Marshall, se optó por entregar dinero a espuertas a aquellos que se consideró que podrían ser de mayor utilidad para el control de la población. Y esa es la clave: control, nunca desarrollo. No debe extrañarnos tampoco gran cosa: Afganistán fue invadida el 7 de octubre de 2001, un mes después de la masacre de las Torres Gemelas y tan sólo un año y medio después de que, el por entonces candidato a la Casa Blanca, Geroge W. Bush, confundiese a “los talibanes” con un grupo de música rock.

Sin conocer el terreno apenas y con la acuciante necesidad de mostrar al mundo la rapidez de sus reflejos, la decisión del ejecutivo norteamericano de apoyarse en los señores de la guerra antitalibanes, agrupados en torno a la Alianza del Norte, supuso a la larga un error monumental, pues estos mismos ya habían controlado el país tras la retirada soviética y el fin del régimen comunista, siendo entonces capaces de hacer buenos a los talibanes a ojos de los afganos. Y si bien es cierto que con los años también los talibanes se habían vuelto igual de malos o peores, llenando los bolsillos de los señores de la guerra no lograron otra cosa que cambiar a un tirano enemigo por otro amigo, en ningún caso nada que se acercase a los corazones y las voluntades de los sufridos afganos.

Por todo esto, cuando, pasados ya diez años, ha quedado claro que el sistema ha supuesto un fracaso monumental y que la retirada dejará en manos del desgobierno el futuro de un Afganistán con los talibanes esperando pacientes en la frontera de Pakistán una nueva oportunidad, todo parece indicar no sólo que ya es tarde para solucionar lo que no han sabido arreglar, sino que nadie parece dispuesto a permanecer un minuto más de lo imprescindible.

Y mientras todos los que deberían ocuparse de reconstruir el país piensan en un futuro inmediato lejos de Afganistán y los que lo sometieron a su vesánica dictadura sueñan con volver a cubrirlo con el burka de su intolerancia, cada semana, cada día, aumenta el goteo de soldados y civiles asesinados en un conflicto que ni ha arreglado nada, ni ha servido para otra cosa que para empeorar lo que ya estaba mal.

Carlos Aitor Yuste Arija

Historiador

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Autor

Luis Balcarce

De 2007 a 2021 fue Jefe de Redacción de Periodista Digital, uno de los diez digitales más leídos de España.

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