Fernando Jáuregui – No te va a gustar – «Annus horribilis» para el Rey.


MADRID, 12 (OTR/PRESS)

Temo que el «caso Urdangarín», del que no estamos sino ante la punta de un pringoso iceberg, no haya sido el único asunto que ha amargado el año al Rey Juan Carlos, ni las huellas visibles de lesiones en el rostro y la pierna del jefe del Estado sean las únicas secuelas -me refiero, claro está, a las morales_ que un «annus horribilis» (la reina británica dixit) que el Monarca arrastre. Este 2011, que ha sido tremendo en tantas cosas, que tantas cosas ha cambiado, ha impactado severamente también en la Corona española, asediada por rumores y errores estratégicos. Y se nota. Algo más deberá hacer la institución, que sigue suscitando un respeto popular mayoritario, que detallar las cuentas del Presupuesto de la Casa si quiere mantenerse, como institución, a la cabeza del aprecio ciudadano. Personalmente, este año estaré especialmente pendiente del mensaje de Su Majestad el día de Nochebuena: pienso que forzosamente tendrá que contener claves que no estaban en los mensajes anteriores.

Siempre me he declarado monárquico, por encima de accidentalismos y juancarlismos; creo que la Monarquía es el sistema capaz de aunar a las tierras y pueblos de una España que tantas veces olvida que es un Estado moderno, en el que los localismos aldeanos no deberían caber, y ojo que con eso no me estoy refiriendo a los legítimos, y además inevitables, sentimientos nacionalistas: el nacionalismo es más un estado de espíritu que una doctrina política. Pero la Corona es también un principio de superación del cainismo que parece haberse instalado -con la afortunada excepción precisamente de estos días de traspaso de poderes- en la política española. Imagine usted a un primer ministro socialista y al presidente de la República militante del Partido Popular…

Parafraseando a Indalecio Prieto, a fuer de monárquico me siento un crítico de algunas actuaciones de la Monarquía. Creo que el «affaire Urdangarín», acabe en lo que acabe -y debemos ser tremendamente respetuosos con la presunción de inocencia de todos, como tantas veces he repetido con el «caso Camps», con el «Faisán» o con el «Campeón»-, ha revelado una excesiva tolerancia con las actividades privadas de los miembros de la Casa. Lo cual, añadido a la negligencia «in vigilando» y a la opacidad que siempre ha caracteriza los asuntos económicos de La Zarzuela, ha dado un resultado nefasto para la causa monárquica en la que, perdón por la insistencia, yo sigo creyendo.

Me duele profundamente que los cascotes del cuñado presuntamente aprovechado puedan caer sobre la cabeza del Príncipe de Asturias, persona por la que siento un enorme respeto y un gran aprecio: merece llegar con bien a ser Felipe VI, y sé que será un gran Rey. Algunas veces he expresado mi opinión, por supuesto personal e intransferible, en el sentido de que don Juan Carlos, que tan buenos servicios ha prestado al país, debería ir pensando en una progresiva y tranquila abdicación: Felipe de Borbón está perfectamente preparado para asumir la Jefatura del Estado, y no serían precisas demasiadas reformas legales -hay quien las pide, incluyendo esa nunca concretada Ley orgánica de la casa del Rey- para que este paso, prudente y que garantice que Juan Carlos de Borbón proyecta su carisma y sus consejos sobre su hijo, pudiera hacerse pronto realidad. Solamente una visión muy estrecha del concepto persona-Rey, como si el Monarca no tuviese que ganarse el puesto cada día, dificulta una decisión que sé que muchos, en el ámbito cercano a La Zarzuela, apoyarían.

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