Fernando Jáuregui – Ordeno y mando.


MADRID, 23 (OTR/PRESS)

Decía mi abuelo, que fue presidente de la Diputación de Vizcaya, que el poder es llamar a alguien y decirle: «fulano, te vas a Logroño». «¡Y se va a Logroño!», se admiraba mi abuelo de la eficacia de una orden emanada desde un sillón poderoso. Una concepción sin duda «typically Spanish» de lo que es el poder: tocas un timbre, llega un tipo a tu despacho, lo envías a Logroño, ¡y se tiene que ir a Logroño! quiéralo o no.

Ya sé que a muchos catalanes no les gustará que les incluya en la idiosincrasia carpetovetónica, de la que sin duda mi abuelo era apenas un modesto representante, pero no puedo evitar pensar que la prohibición de las corridas de toros en esta Comunidad responde más aún al espíritu del «tengo poder, luego mando», tan nacional, que al afán por distanciarse de una tradición netamente española, la tauromaquia. Y me parece que responde todavía menos a un espíritu proteccionista del animal, ánimo compasivo que nada tiene que ver, por ejemplo, con los «correbous». Lo digo hoy, claro, apenado por lo que ocurrirá dentro de pocas horas, cuando la Monumental barcelonesa, de tanta tradición, acoja la última faena de tres grandes, entre ellos el grande entre los grandes, José Tomás.

Pero la cosa va más allá de la prohibición unilateral y porque sí de las corridas catalanas. Temo que el «ordeno y mando» se extiende por la piel de toro, que nunca ha sido ni demasiado tolerante, ni excesivamente proclive a las consultas populares, ni muy sensible a lo que el hombre de la calle opine o sienta. Y ese «ordeno y mando» alcanza desde a la confección de las candidaturas, donde el «aparato» de los partidos se impone siempre sobre cualquier intento de democratizar formas y decisiones, hasta al Consejo de Administración de RTVE, sacrosanta institución que, en cuanto se ha visto revestida de poder -porque hay un vacío de poder decretado por los egoísmos de los partidos-, ha intentado una suerte de golpe de Estado, afortunadamente fallido.

Y así ocurre con demasiada frecuencia en ámbitos de diverso pelaje: desde los modos dictatoriales de la SGAE, que se creía autorizada para atracar festejos amenizados con música, hasta la tiranía despótica del último funcionario de un organismo público -ya sé que hay de todo, pero hablo de «ese» funcionario que usted y yo hemos sufrido alguna vez en nuestros papeleos-, aquí todos se sienten autorizados a mandar sobre el individuo. Y lo peor es que no pocas veces se disfraza el autoritarismo de beneficio al súbdito, perdón, al ciudadano: aquí no se fuma, aquí no se comen hamburguesas, aquí se va a la velocidad que al director general de turno le da la gana, aquí le pongo a usted un scanner que le desnude en los aeropuertos…

Claro, con tanta vigilancia sobre nuestra salud -y sobre nuestras libertades-, ¿cómo extrañarse del mimo con el que algunos próceres catalanes -y no solamente ellos- tratan a la salud de un toro? País, con perdón…

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