Fernando Jáuregui – El portazo.


MADRID, 2 (OTR/PRESS)

La vida parlamentaria está, entiendo, para aceptar sus reglas en la totalidad. Quien gana una votación, la gana. Quien la pierde, la perdió y hasta la próxima. Puede que la normativa electoral española no garantice una pura y milimétrica representatividad en la escala voto-escaño (no la garantiza, de hecho, y los partidos nacionales «minoritarios» lo sufren); pero eso ni justifica que algunos diputados abandonen el hemiciclo cuando se va a votar algo que les disgusta, la reforma constitucional en este caso, ni hace que el filibusterismo parlamentario sea precisamente una práctica a recomendar.

Lo digo, claro, por la tormentosa sesión de este viernes, que aprobó por abrumadora mayoría la reforma del artículo 135 de la Constitución, estableciendo un techo presupuestario para el gasto. Algunos de quienes se oponían, desde la izquierda, a esta reforma, convirtiéndola en caballo de batalla frente a los «mayoritarios», es decir, socialistas y populares, dieron el portazo y se ausentaron de la Cámara; otros advirtieron de que no lo hacían para impedir que se votasen las enmiendas transaccionales propuestas por los nacionalistas catalanes. Y, para colmo, el presidente de la Cámara Baja, José Bono, trató de impedir, reglamento en mano eso sí, con el cierre de puertas, que algunos peneuvistas también saliesen del hemiciclo de manera extemporánea.

Así, la antepenúltima sesión parlamentaria antes de la disolución del Parlamento se convirtió en casi un espectáculo circense a cuenta de una reforma sin duda apresurada, escasamente consultada y, si quieren, precipitada, pero consensuada entre los dos grandes partidos nacionales, que representan, entre ambos, la voluntad de veintiún millones de electores. Me pareció que se daba un espectáculo no demasiado edificante por parte de quienes, alegando que la reforma debería haber sido sometida a referéndum -cosa que en absoluto pide la Constitución-, trataron de si no boicotear sí, al menos, empañar la grandeza del acto parlamentario.

Para colmo, en las afueras de la Cámara, la policía extremaba las precauciones para impedir las protestas de los «indignados», crecidos con las proclamas de su líder ideológico, Stephan Hessel, aterrizado en Madrid para pedir nada menos que «inventar» otra democracia. Personalmente, estoy de acuerdo: hay muchas cosas que han de cambiar en el sistema. Pero no será con el portazo parlamentario ni con el mero grito callejero ante una cuestión que, como esta reforma constitucional, creo que no merece tanta alharaca, como empezaremos a regenerar la democracia. Y yo, desde luego, parafraseando al presidente norteamericano, prefiero Parlamento sin calle que calle sin Parlamento.

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