Andrés Aberasturi – La Europa de la vergüenza.


MADRID, 09 (OTR/PRESS)

Es bueno celebrar, veinte años después, la caída del muro de Berlín y felicitarnos todos por lo demócratas que somos, por lo bien que nos llevamos y hasta por cómo nos emocionamos en aquel momento histórico -fue realmente el fin del Siglo XX- al que llegaron tarde incluso los fotógrafos y las teles. Pero sería injusto no recordar también la Europa de la vergüenza, aquellos políticos que mantenían cínicamente un doble lenguaje: clamaban por la libertad en sus discursos oficiales pero ninguno daba un solo paso al frente por conseguir la reunificación de Alemania, la caída de esa monstruosidad política, pero sobre todo humana, que fue el maldito muro. Esa Europa de la vergüenza es la misma que miró hacia otro lado cuando la invasión de Hungría, la misma que en la primavera de Praga permitió sin apenas pestañear que los jóvenes checos se enfrentaran con piedras a los inmensos tanques rusos.

Esta Europa que hoy se felicita en el aniversario de la caía del muro, tuvo un comportamiento bien diferente veinte años atrás. No hablo de los europeos sino de sus políticos, de los tres grandes nombres que dejaron completamente solo al enorme Helmut Kohl que aquella noche mágica recibió una única llamada de de apoyo y solidaridad de un joven socialista, presidente del Gobierno de una joven democracia llamada España: Felipe González. El resto fue silencio en el mejor de los casos, hipocresía y hasta cinismo: Giulio Andreotti no dudaba en afirmar que quería tanto a Alemania, que prefería que hubiera dos en vez de una. La dama de hierro desde la Gran Bretaña desengañaba a sus colegas: una cosa es lo que se decía en público y otra la realidad y la realidad era que el Reino Unido prefería claramente dos estados alemanes a uno solo mientras Mitterrand ponía toda suerte de dificultades temeroso de una gran Alemania llamada a liderar la futura Europa marginando de alguna forma el papel protagonista de Francia.

Desde la óptica política se pueden entender estas posturas; desde la ética democrática lo que los líderes de Londres, Paris y Roma defendían era la continuidad en el corazón de Europa de 155 kilómetros de muro, 302 torres de vigilancia, 14.000 guardias fronterizos, 600 perros guardianes y quien sabe cuántos muertos: se calculan entre 239 y 800 que nunca llegaron a la libertad. Es difícil entender desde la conciencia que los intereses político/económicos de quienes se proclamaban líderes democráticos alcanzaran cotas de tanta mezquindad.

Repasando estas cifras y por mucho eurocomunismo que se inventara en su momento, duelen las declaraciones de Frutos diciendo que demagogias las justas en referencia al Muro de Berlín o las del recién elegido secretario general del PCE, José Luis Centella, cuando afirmaba que «El partido reivindica su pasado heroico, y no tenemos que avergonzarnos ni pedir perdón por nada, sino que hay que luchar para que no nos quiten la memoria» y lamentaba que algunos quieran hacer pasar por «verdugos» a los comunistas, cuando han sido las «víctimas» de la historia. Pues me temo que va a ser que no, señor Centella.

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