Cuenta Carlos Barrón en Imagina que leyendo el otro día sobre lo delicado que es casi siempre el equilibrio de los sistemas biológicos, se acordó de un caso curioso que vivió personalmente hace veinte años. Añade que merece convertirse en la tesis doctoral de un biólogo.
El escenario fue el Real Club Náutico de la Coruña, cuyos socios estaban muy preocupados porque las olas que levantaban los barcos que salían y entraban del puerto terminaban estrellándose en los balandros y motoras amarrados a los pantalanes del Club, lo que derivaba en una triste cosecha de cascos rotos, mástiles partidos, amarras arrancadas y material inutilizado.
uscando soluciones se encontraron con que en Holanda habían ideado un rompeolas flotante hecho con ruedas viejas de coche entretejidas con cuerdas y que llevaban dentro una pieza de poliestireno expandido para que flotaran. Se pusieron entonces en contacto con la empresa Michelin, que enseguida se ofreció a proporcionarles las 36.000 ruedas que los técnicos necesitaban para construir la estructura.
En principio, hasta que empezó el montaje, los neumáticos se depositaron en un descampado de los terrenos del Club, formando una impresionante montaña negra.
Y ahí empezó la pesadilla.
Las ratas que vivían en los tejados y alcantarillas de los alrededores del Náutico, embelesadas con los mil escondrijos que ofrecía aquel Everest de goma decidieron instalarse en él. Por su parte, los gatos que compartían su mismo territorio se encontraron de repente sin su plato favorito y optaron por trasladarse también a los terrenos del Club, que de la noche a la mañana parecía el escenario de una plaga bíblica.
¿Qué pasaba entretanto en los tejados que habían abandonado primero las ratas y luego los gatos? Pues que las gaviotas, libres de depredadores, pusieron allí sus huevos. De ellos empezaron a salir pollos gordotes, pelones y torpes que constantemente se despeñaban a la calle, cayendo encima de los asustados y confundidos transeúntes.
La cosa amenazaba con terminar en tragedia zoosanitaria cuando los técnicos se pusieron manos a la obra y construyeron un hermoso rompeolas flotante de 200 metros de largo por 25 de ancho que acabó con el problema del oleaje.
Desaparecida la montaña artificial, las ratas, despojadas de sus escondrijos, volvieron a los tejados. Los gatos, claro está, las siguieron, y de paso dieron buena cuenta de los pollos de gaviota, que así dejaron de caer como pedrisco sobre los paseantes de la Avenida de la Marina y del Paseo de Parrote. En resumen, todo volvió a la normalidad.
Hubo incluso un beneficio colateral ya que el entramado que formaron los neumáticos, los cabos de nailon que los unían y los bloques de hormigón sumergidos en el fondo rocoso para anclar la enorme estructura, se convirtió en un magnífico arrecife artificial que pronto fue hogar de alevines de peces de diversas especies y de pequeños crustáceos.
Es una buena lección de lo delicado que resulta el equilibrio de los ecosistema y lo profundamente que hay que meditar cualquier decisión que los afecte.