El solar achicharrado

El solar achicharrado

A los poetas les gusta cantar el verdor de la primavera pero casi siempre están de vacaciones cuando el fuego del estiaje arrasa tanta naturaleza florecida. Así se pierden el espectáculo de la destrucción, que daría para un canto elegíaco del paisaje. Lo saben las gentes del campo y del monte: a una primavera frondosa sucede un verano de incendios.

Y subraya Ignacio Camacho en ABC que quizá quienes no acaban de recordarlo son las cohortes de autoridades autonómicas a quienes siempre pillan desprevenidas las tragedias forestales, que se comen España con una violencia superlativa y creciente porque cada año encuentran el terreno más devastado.

Este julio tórrido ya ha calcinado más monte que todo 2008, pero la sociedad política está de suerte porque a pesar de que ha habido varios muertos nadie le ha echado aún la culpa a ningún gobierno.

En eso al menos hemos avanzado algo; es demasiado recurrente buscar culpables en la falta de prevención, que haberla hayla, o de medios, que también haylos, pero menos de los necesarios en un país donde el verano es una plaga.

Como causas remotas o de fondo se puede pensar en que los poderes públicos no han tomado conciencia real de este peligro cíclico mucho más pernicioso que las fuentes de energías no renovables, convertidas por el pensamiento dominante en la bestia negra del medio ambiente.

Pero no procede dramatizar sobre responsabilidades inmediatas porque la epidemia del fuego tiene más culpables y de un modo o de otro todos tendríamos que mirarnos al espejo.

El número y la intensidad de los incendios desborda de largo el porcentaje de inevitabilidad natural tolerable en una nación moderna y la causa no es sólo el bajo interés institucional ni la escasa eficacia preventiva; ni siquiera la evidente dispersión de esfuerzos y coordinación que supone la taifa territorial y su magma de competencias desestructuradas.

Aunque todo eso merma la capacidad de respuesta, existe un problema más amplio sobre el que convendría una cierta autocrítica: quizá nos hayamos transformado en una sociedad irresponsable, de una comodidad crepuscular y urbana, que se deja enredar en mantras abstractos y debates de ecología de salón mientras da la espalda a los verdaderos riesgos ambientales.

Estos días los telediarios sacan a veraneantes asustados ante el desalojo intempestivo de sus urbanizaciones lamidas por las llamas, y tal parece que la verdadera catástrofe fuese la interrupción de sus vacaciones y no la destrucción irreversible de miles de hectáreas.

Si no fuese porque a veces cobran víctimas mortales entre quienes salen a combatirlos acabaríamos contemplando los incendios como parte del folclore estival, como los conciertos de rock, los torneos de pretemporada o las fiestas patronales.

Y sin embargo se trata de una herida mortal para el territorio y el paisaje, una calamidad que está convirtiendo el país en un solar achicharrado.

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