“”Hace mucho tiempo, hicimos un viaje en tren de Madrid a Orense, el uno sentado al lado del otro como si nos hubiéramos conocido y frecuentado desde siempre. No recuerdo si hemos hablado de algo entre nosotros o si sólo hemos tomado parte en la conversación de los demás viajeros. Pasó mucho tiempo y alguien me dijo: “he visto a.... Me dijo que te conocía”. Entonces fue cuando caí en cuenta de que ella estaba ahí en el blanco de mi existencia sin haberse ido nunca desde aquel día; ahí donde los acontecimientos envuelven la vida del ser humano, en donde nos dejamos poseer por la persona que nos mira. Cuando ahora caí enfermo, le envié un mensaje. Vino a verme todos los días que duró mi estancia en el hospital. Llegaba, se sentaba al lado de mi cama, me daba agua si tenía sed, no echamos cuentas de cuánto tiempo había pasado ni que habíamos hecho cada uno de nosotros en todo ese tiempo. Estaba y se iba. Para mi ella es el brillo de lo extraordinario, conociéndola llegué a la presencia de mi mismo. Esto es la intimidad, lo incomunicable. Su cuerpo tiene la fortaleza de la debilidad y su voz la sonoridad del silencio. No sé si volveremos a vernos alguna vez o nunca más. Tanto una cosa como otra poco podrá cambiar lo que, desde entonces, ya es””. Esto fue lo que un amigo, que también estaba en el hospital y venía todos los días a pasar un rato conmigo a mi habitación, me contó sobre “la dama sencilla y elegante que viene a verme todos los días”. Hay historias que lo sobrepasan todo, metáforas de la intimidad, incomunicables, pero que necesitamos contar.
Jueves, 26 de abril