La Hora de la Verdad

Miguel Ángel Malavia

La conversión de Millán Astray en el entierro de Unamuno

Día I del Año II de la incivil Guerra Civil. En un ejercicio de virilidad exacerbada, la tropa de falangistas que ha acompañado marcialmente el féretro de Miguel de Unamuno hasta el camposanto de Salamanca lo entrega brazo en alto en las puertas a algunos de los compañeros docentes de la Universidad a la que el pensador bilbaíno ha dedicado buena parte de su vida. Al unísono, los jóvenes mozalbetes desafían al frío de este 1 de enero de 1937 cantando a pleno pulmón el Cara al sol. Lo que debería ser homenaje de honduras y silencios no es sino aquelarre de pasión infecta y desatada, de barbarie sin fin. Aquella contra la que siempre se levantó el caído al fin.

Situado en una esquina, Millán Astray sonríe con descaro. El ilustre mutilado, fundador de la Legión con Franco y que apenas hace dos meses y medio se vio embestido por la mente libre de Unamuno en su último combate, cuando proclamó que el 12 de octubre no es día de razas sino de ejercicio crítico en pos de una España emancipada, disfruta de su postrera victoria. Su “viva la muerte, muera la inteligencia” cobra ahora un valor especial, mientras las primeras paletadas de yeso cubren en la pared el madero en el que yacerá para siempre aquel que dedicó su vida a luchar contra el terror a morirse invocando a la desesperada lucha por la fe. Ahora al fin reina el silencio, que pronto se ve interrumpido por un grito desgarrado que sale de la garganta de un legionario que quiere ganarse el favor de su jefe: “¡Rojo, púdrete en el infierno!”.

El estupor de todos los presentes aflora, pero sin que nadie se atreva a mostrarlo. Solo Millán Astray, en uno de sus habituales arrebatos, levanta el brazo manco y proclama con su vozarrón unas palabras que le salen, sorprendentemente para él, del fondo de su corazón: “¡Cállese, desgraciado! Respete a este hombre… Jamás fue de mi agrado, pero, ante el abismo en el que nos sitúa este instante, el último para él y que tanto temió, no puedo sino reconocer que, en el fondo de todo, era un buen español… Sí, ahora veo cómo esta imagen se abre clara ante mí, por lo que yo también me siento un miserable. España se nos muere. Ganaremos la guerra, sí, pero ¿y luego qué? ¿Quién levantará nuestro mañana, quién engrandecerá nuestra Historia? ¿Mentecatos como usted y como yo…? Necesitamos genios creadores, no copias amorfas y grises. Necesitamos alma, vida, espíritu, no más muertes, no más triunfo de la muerte. ¿Por qué, por qué hube de ser yo quien le infringiera su último castigo? España, esta España que se asesina a sí misma por nuestra incapacidad para entendernos los unos a los otros, necesitaba un faro, una luz… Y yo la recluí a la oscuridad… ¡Cuánto ha debido de sufrir durante semanas este buen hombre recluido por mi culpa! Maldita sea, ¿qué haremos sin poetas, sin ascetas, sin espíritus libres que se atrevan a cuestionar el excesivo poder que vamos a conquistar los vencedores? Me arrepiento y revierto el grito que proclamé ante don Miguel de Unamuno: ¡muera la muerte, viva la inteligencia!”.

Cayendo sobre sus rodillas, Millán Astray reza en silencio y con hondura ante San Miguel de Unamuno, el alma de España que, muerto al fin, comprueba en esta hora si su angustia concluirá en luz o sombra, en vida eterna o silencio que sepulta definitivamente.

MIGUEL ÁNGEL MALAVIA

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Autor

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

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