La Hora de la Verdad

Miguel Ángel Malavia

Un polizón en la coronación

Había quien rumoreaba que la persona que escribe ahora mismo esta sencilla croniquilla era la misma que, diez años atrás, llegó a la boda de Don Felipe y Doña Letizia algo cargado de mosto, con las ojeras del empalme y gritando “Gibraltar español” ante Carlos de Inglaterra. Ni confirmo ni desmiento. En las líneas siguientes solo describiré ciertos retazos del maravilloso espectáculo que he presenciado hoy en directo en Madrid: la coronación de Felipe VI.

Día después de la caída de la Armada Invencible en Maracaná, tocaba sacar la rojigualda por un motivo más hondo. Jueves, Corpus Christi. Mientras en Toledo o Granada se honraba con flores al Rey del Universo, en la Villa y Corte nos conformábamos con ungir la corona, que ya solo es símbolo y no soberanía, al Rey de España. A las nueve de la mañana ya pega el sol sobre los congregados ante las Cortes, blasonadas en su fachada con el nuevo banderón de nuestra Monarquía Constitucional, que sustituye en su fondo el azul por el rojo carmesí. El gentío está animado, ejercitando los pulmones al grito constante de “¡Viva España y Viva el Rey!”. La policía mantiene orillada a la feligresía, que se tiene que conformar con ver todo desde un esquinazo, abocados a Neptuno. Desde allí emerge el único político a pie, Cañete, que se lleva la ovación. Todo un sueño, digo yo, para un reconocido colchonero. Suena el himno y no lo escuchamos. Llegan los Reyes y apenas oteamos un Playmovil.

En estas, llega lo bueno. Con todos los prebostes en el interior del Parlamento, el populacho se refugia en los bares para ver en la tele la ceremonia. En mi taberna se viven momentos gloriosos. Suena el himno y todos nos levantamos, concentrando por un instante los churros en el carrillo, sin masticar ni mover nadie un solo músculo. Ante el discurso del Rey, los aplausos son constantes. En el bar, digo. Solo un bravucón se permite gruñir cuando aparece en pantalla Zapatero. Hacia el final del (genial) discurso, en el que nuestro Felipe VI se encomienda a Don Quijote y cita a literatos como Antonio Machado, Espriu, Aresti o Castelao, este señor se va defraudado, diciendo: “Bah, ná de ná”. ¿Y qué esperaba del Rey Demócrata, que dijera lo que Franco? Siempre hay algunos que, parapetados en los símbolos (como la Monarquía), no saben lo que estos conllevan hoy, pervirtiéndolos. No, señores, no, nuestros Reyes ni gobiernan ni requieren cortesanos. Los monárquicos hoy los somos porque agradecemos el ser ciudadanos y no súbditos. Ya saben, queremos que el Rey, efectivamente, lo sea “de todos los españoles”.

Terminada la ceremonia, la masa (ahora ya somos muchos más) se apretuja ante el Palace. Desfilan los militares y surgen, guturales y sin complejos, varios “¡Viva el Ejército, la Policía y la Guardia Civil!”. Esto, que en los tiempos en los que España era un cuartel habría causado pavor en gente como yo, hoy incluso nos congratula. Tenemos unas fuerzas armadas modernas. Con concretos fallos y malos hábitos, sí, pero con un tono general decente, garantes de la convivencia en libertad. Es entonces cuando, en pleno mar de banderas y cabezas, emerge la cabeza del Rey, enfilándose hacia Neptuno en su coche descapotable, desoyendo este todos los consejos de los vigías de su seguridad. Se agradece el gesto.

Llega el momento de echar a correr para tratar de coger un buen sitio en la Plaza de Oriente. Lo consigo en un tiempo récord, pese a mi maltrecho cuerpo de pre-anciano errante. Me sitúo justo frente a la fachada del Palacio Real, bajo la tribuna de los periodistas, encabezada por una fulgurante Ana Pastor, que otea siempre curiosa el horizonte. Los rayos del sol iluminan la bandera más bella, aquella que une una ikurriña y una enseña nacional. Se abre el balcón y están todos: Felipe, Letizia, Juan Carlos, las Sofías y Leonor. Vibra la plaza, que un día hacía lo mismo ante los espasmos de un dictador que clamaba contra “el contubernio judeo-masónico internacional”. Hoy la revolucionaban las palabras paz, libertad y concordia. Y cómo hemos cambiado… He aquí el milagro español. De los muchos detalles, me quedo con uno: el beso de Doña Sofía a Don Juan Carlos.

Lo siguiente es ya la huida de la manada. Hay de todo: gente que le grita a modo de insulto un “¡Viva España!” a los de La Sexta (insisto, no se enteran de qué va eso de la Monarquía Constitucional); dos monjes budistas ataviados con sus banderitas rojigualdas; unas señoras que, en la Calle Felipe V, animan al personal con el futbolero cántico de “yo soy español”; un violinista en Arenal interpretando la Marcha Real… En definitiva, esta España nuestra. Tan difícil de entender, tan fácil de amar.

MIGUEL ÁNGEL MALAVIA

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Autor

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

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