La Hora de la Verdad

Miguel Ángel Malavia

La Revolución Ilustrada estalla en Segovia y Medina del Campo

Sin previo aviso, Max Estrella huye de la muerte, abre su ataúd e, ipso facto, de Madrid pasa a Segovia. Tiene que cumplir la última misión que le marcó Valle-Inclán: encender la mecha de la Revolución Ilustrada en el albor del siglo XXI, en esta España nuestra que se cree moderna y continúa siendo rancia. Sabe que, en su compleja misión, la Historia, netamente reaccionaria, tratará de despistarle al mezclar a sus ojos el pasado con el presente. Mas no teme a nadie. “¡Se trata de una gloria nacional! ¡El Víctor Hugo de España!”, le anima desde la ultratumba Don Latino de Híspalis, este sí cubierto por el sudario y la mortaja.

Así, lo siguiente que Max Estrella tiene ante sus ojos es la escena de la coronación de Isabel I como reina de Castilla. Pero no es el 13 de diciembre de 1474, sino hoy. A las puertas de la iglesia de San Miguel, en la Plaza Mayor, la Reina Católica viste de blanco. En sus ojos desbordan la certeza y la fe. El suyo será un régimen moderno, aunando a un tiempo todas las fuerzas divergentes y superando los poderes egoístas que restan un ápice a su corona, que hoy se ciñe sobre la rubia melena. Ningún noble o clérigo estará ya por encima de la Monarquía. “Sin embargo –le susurra al oído el poeta ciego–, está el peligro de que ese ansia por mejorar directamente y desde la justicia la vida de su amado pueblo trueque en intolerancia. Voltaire se lo advertirá siglos más tarde, pero yo le avanzo ahora su mensaje. Por favor, aleje de su mente la Inquisición y la expulsión de los judíos y los moros. Usted es magnánima. Quiere un pueblo gobernado por la armonía y por lo mejor del mensaje cristiano: el amor. Yo le ruego aquí por la Revolución Ilustrada, por la convivencia entre todos, por la igualdad real”.

Isabel, sorda por el clamor de la multitud, no alcanza a escuchar del todo el mensaje que, con los ojos, le ha hecho llegar desde el otro lado de la plaza quien parece un mendigo. Así, piensa que no ha sido sino ensoñación. Tras esta oportunidad perdida, lo siguiente que ve Max Estrella es a Isabel y Fernando sentados en el Salón de Tronos del Alcázar segoviano. Ya son un matrimonio, los Reyes Católicos, tanto-monta, monta-tanto. Hablan con alegría de las buenas nuevas que han conocido del viaje de Cristóbal Colón a las Indias, así como de los excelentes réditos tras su estruendoso éxito en la toma de Granada. También comentan, ya con más congoja en la boca, los avances de la Inquisición y el resultado de echar a los judíos allende sus fronteras, planteándose lo mismo con los moros.

Es tal el destello de la energía de ambos monarcas, dos fuerzas de la naturaleza unidas por un fin común, que el truhán castizo desiste siquiera de hablar. Apesadumbrado, se esconde bajo una alfombra por la que caminaran las eternas dudas de Enrique IV. Unos cientos de metros más allá, ante el verdor del santuario de la Fuencisla, otra pequeña iglesia guarda los restos de San Juan de la Cruz. Ante su tumba reza Max Estrella, instalado también él en una amarga noche oscura. La sombra del Acueducto tapa completamente su faz. Cae la tarde y su esperpéntica figura se deforma. El tiempo se acaba.

Aunque la próxima ocasión se presta muy pronto. En un abrir y cerrar los ojos, en lo que se ha sacudido de un trago una botella de morapio, está en la vallisoletana Medina del Campo. El tinto ha refrescado su mente, sacándolo del letargo. Ante los rumores de quienes le rodean, que hablan de la inminente muerte de Isabel la Católica, acude raudo al Castillo de la Mota. Impresionado ante sus muros, pregunta por Su Majestad en las mazmorras. Pero el guardia de seguridad le echa con cajas destempladas, tomándolo por un borracho sin techo. Compungido, acude a una taberna y se postra ante la barra. Allí, es la portada de un diario, que habla de un golfante llamado Bárcenas y un mudo apelado Rajoy, la que le indica en un breve la noticia que a él le interesa: la Reina Católica agoniza en un palacio, en la Plaza Mayor de la ciudad.

En moto, se planta allí en menos de lo que un gallo tarda en desnudar la naturaleza de la traición de Judas al Maestro. Otro trago a su botella, trocada en cazalla, le infunde el último golpe de ánimo. A unas horas del 26 de noviembre de 1504, sin embargo es hoy. Isabel dicta su testamento. Es la última oportunidad. Max Estrella se abre paso entre Andrés de Cabrera y Beatriz de Bobadilla, los marqueses de Moya y condes de Chinchón. Postrado a los pies de la cama, ahora sí Isabel escucha perfectamente el mensaje de una misión que requirió de una resurrección. Este hecho la impresiona profundamente.

Finalmente, el “Yo, la Reina” ratifica otro testamento diferente del inicialmente pensado. La conclusión principal es que Castilla se convierte en una Monarquía Constitucional. Seguirá reinando la Justicia, pero ahora con mayúsculas. Porque, como antes, continuará mirando por los intereses del pueblo y no por los de los poderosos, pero en esa concepción de “pueblo” quedan incluidos todos, no solo los buenos y antiguos cristianos. Queda abolida la Inquisición. Los hermanos hebreos y musulmanes pueden regresar a casa. Su sucesora en tierras castellanas será su hija Juana, quien ya no será más tachada de lunática y loca por abrazar en su día la causa democrática. Igualmente, recomienda a su esposo Fernando que haga lo mismo en Aragón y abra paso al auténtico Parlamento y a la verdadera separación de poderes. Lo que será España, lo que es hoy España, indica que se trata al fin de un país decente, moderno y tolerante. Asombrados, hasta los golfos y mudos politicastros se irán a su casa y darán paso a ciudadanos intachables.

Ha triunfado la Revolución Ilustrada. Voltaire y Valle-Inclán se abrazan eufóricos. Cumplida su misión, Max Estrella apura el anisete y vuelve a cerrar los ojos para siempre en su ataúd. Antes, Don Latino de Híspalis le da estentóreas palmadas en la espalda y repite sin parar: “¡Se trata de una gloria nacional! ¡El Víctor Hugo de España!… ¡Viva España con honra!”.

MIGUEL ÁNGEL MALAVIA

CONTRIBUYE CON PERIODISTA DIGITAL

QUEREMOS SEGUIR SIENDO UN MEDIO DE COMUNICACIÓN LIBRE

Buscamos personas comprometidas que nos apoyen

COLABORA
Autor

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

Lo más leído