La Hora de la Verdad

Miguel Ángel Malavia

Blancanieves torea a la muerte en Pastrana

Anoche, tras gozar en el cine con una de las películas que más me han emocionado en toda mi vida, ‘Blancanieves, de Pablo Berger, salimos a echarnos unas copillas. Mis brindis íntimos fueron para el maravilloso cine mudo y en blanco y negro, así como para las musas Macarena García, Inma Cuesta y Maribel Verdú. Exultante aún, al llegar a casa y antes de acostarme, no tuve más remedio que echar mano del capote y, a cámara lenta y en silencio, torear por verónicas a la nada. Lo sentía como un instante místico, hasta que, de pronto, me percibí de que no estaba donde creía que estaba.

El frío y el viento azotaban mis mejillas. En plena calle, el paisaje me era conocido. Lo descubrí en cuanto observé, en lo alto de una torre, a una bellísima mujer con un parche en el ojo derecho. Sin dudarlo, al darme cuenta de que me brindaba una sonrisa, agaché mi cabeza como muestra de respeto a Doña Ana de Mendoza, la Princesa de Éboli. Estaba en la Plaza de la Hora de Pastrana, la bellísima ciudad que guarda lo más hondo de la Alcarria guadalajareña. Junto a ella, recogiendo su esencia para una novela sobre Felipe II, figuraba un serio Leandro Fernández de Moratín. La duquesa de Pastrana le explicaba su frustración por llevar más de una década encerrada en su propio Palacio Ducal, siéndole lo más doloroso el poder asomarse únicamente una hora al día, y tras las rejas, a la plaza en la que se reúne su pueblo. Toda una noble humillada ante sus vasallos por haber perdido el favor de su Rey, que la cree traidora.

En esas estaban el escriba y la sensualidad convertida en mirada partida, cuando los moriscos expatriados de Las Alpujarras, dirigidos por Don Juan de Austria, el hijo bastardo de Carlos V y su gran capitán, se avinieron a la plaza para colocar los carromatos. Mucho antes de que cantara el gallo, con la madrugada más oscura y densa que nunca, la plaza de toros estaba lista para lo que estaba por venir. Que no era, faltaría más, sino un buen lance taurino. De pronto, el pueblo bullía en las repletas gradas. Bajo el toque del clarín, tras el desfile de Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, implantadores de los monasterios de la villa, salieron al centro del coso los protagonistas. Para mi pasmo, en verdad eran ellos: Blancanieves y los seis enanos toreros. El séptimo debía ser yo.

Como me temía, la musa seguía dormida para siempre, aún bajo el hechizo de la malvada Madrastra. Pero andaba, y lucía esbelta y sensual su traje de luces. Era evidente, para los que podemos ver a través de lo invisible, que sus muertos padres guiaban sus pasos hacia la redención. Así, sostenían todos sus movimientos el grandísimo espada Antonio Villalta y la inigualable flamenca Carmen de Triana.

Finalizado el compás de la banda de música, que susurraba pasodobles que parecían venir del más allá, el silencio se hizo dueño y señor. En el centro del albero, rígida y pálida, Blancanieves. Parecía muerta. Pero no lo estaba. Precisamente, llegaba a este duelo para ganarse el volver a abrir los ojos. El hielo ambiental se mantuvo al abrirse la puerta de chiqueros y saltar a la arena un bravo minotauro llamado ‘Muerte’. El bicho, furioso, tal vez capitaneado por el alma podrida de la Madrastra, embistió brutalmente hacia el cuerpo parado de la torera. El impacto parecía inevitable hasta que el silencio fue roto por el canto mágico y plural de varios ángeles de carne humana: Luz Casal, que cantaba boleros; Diana Navarro, con la zarzuela por bandera; Concha Buika, con la copla en el corazón; y Mariza, con el fado de la nostalgia. La voz de las cuatro diosas antropomórficas, cantando todas a una y cada una en su estilo el ‘Resurrexit’, zanjaron el combate. ‘Muerte’ se durmió, quizás para siempre. Y Blancanieves abrió al fin los ojos.

Exultante, el pueblo sacó sus pañuelos blancos y la Princesa de Éboli, llorando por su ojo izquierdo, lanzó un “viva la vida» estremecedor. En paz al fin por la eternidad, Antonio Villalta y Carmen de Triana se fundieron en un abrazo inacabable. La Madrastra, derrotada definitivamente, optó por comerse ella misma su manzana envenenada.

En medio del estrépito de los petardos lanzados por los enanos, lo último que vi fue a una feliz Blancanieves sacada en hombros de la plaza. Antes de cruzar el arco triunfal, me miró, me lanzó un beso y me dijo algo que yo escuché directamente en mi oído: “Anda, deja ya el capote y vete a acostar”.

Al día siguiente, hoy, me desperté queriendo ser torero
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MIGUEL ÁNGEL MALAVIA

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Autor

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

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