La Hora de la Verdad

Miguel Ángel Malavia

La última Misa de San Unamuno

Sacerdote laico durante más de siete décadas, ejercido desde el apostolado de la duda que interpela, San Miguel de Unamuno, sin saberlo, celebra su última Misa una tarde otoñal del 36. Derrotado, recluido en su casuca de Salamanca, se limpia la simbólica sangre reseca que le ha dejado su postrera gran batalla. Millán Astray, el bárbaro, se cree vencedor por haber sido vitoreado por decenas de jóvenes, vigorosos y azulados brazos en alto que desprecian el intelecto. Mas no puede ser triunfante sino Don Miguel, único profeta en el templo del Paraninfo de la Universidad secular. “Vencer no es convencer y hay que convencer sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión”. Digno epitafio de santo.

Sólo dos meses antes de morir de verdad (porque San Unamuno siempre se estuvo muriendo; es más, vivió para postrarse ante el sagrado momento de la muerte), presencia su Última Cena el periodista griego Nikos Kazantzakis. Piensa que viene a transcribir lo que serán últimas declaraciones públicas del Maestro, pero va a tener el privilegio de vivir algo más. Mucho más.

Doliente, consumido por el dolor de la incivil guerra civil que ha estallado tres meses atrás, San Unamuno se apoya torpemente en su escritorio. Mira al feligrés, y eleva la letanía de la explicación: “Todo esto sucede porque los españoles no creen en nada. ¡En nada! ¡En nada! Están desesperados. Ningún otro idioma del mundo posee esta palabra. El desesperado es el que ha perdido toda esperanza, el que ya no cree en nada y que, privado de la fe, es presa de la rabia”.

A continuación, San Unamuno eleva las preces a modo también de monólogo, respondiendo a la pregunta: ¿Qué hacer? “¡Nada! ¡Nada! El rostro de la verdad es temible. ¿Cuál es nuestro deber? Ocultar la verdad al pueblo”.

Tras unos segundos de silencio, se levanta tronante y se presta a la consagración. ¿De qué? De la palabra en forma de oblea. “Debemos engañar al pueblo, para que los hombres tengan la fuerza y el gusto por vivir. Si supieran la verdad, ya no podrían, no querrían vivir. El pueblo tiene necesidad de mitos, de ilusiones; el pueblo necesita ser engañado. Esto es lo que lo sostiene en la vida”.

Finalmente, concluye la consagración levantando el cáliz simbolizado en un ejemplar de su ‘San Manuel Bueno, mártir’. Mirando al único fiel, le dice: “Tome. Léalo y verá. Mi héroe ha dejado de creer. No obstante. Continúa luchando para comunicar al pueblo la fe que él mismo no tiene, ya que sabe que sin la fe, sin la esperanza, el pueblo no tiene la fuerza de vivir”.

Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros. Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros. Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, danos la paz.

Comulgando una verdad en la que quiere creer con toda la fuerza del mundo, San Unamuno llora en silencio al saber que se encuentra próximo al trance de descubrir ante sus propios ojos la misma verdad que tanto le aterra. ¿Cree en ella? Sólo su alma, desgajada por todos los demás, lo conoce en su esencia. Y, aunque fuera atea (y el ateísmo de un agonizante anciano), insufla la fuerza de la esperanza en la patria que se desangra a machetazos entre “los hunos y los hotros”.

MIGUEL ÁNGEL MALAVIA

PD. Inspirado en la obra ‘Agonizar en Salamanca. Unamuno, julio-diciembre de 1936’, de Luciano G. Egido (Tusquets, 2006).

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Autor

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

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