La Hora de la Verdad

Miguel Ángel Malavia

¿La tauromaquia en el ataúd? Continuará…

Escribo esto en la medianoche de Madrid. Justo en la noche sucesora de la noche de Barcelona que acompañó ayer allí el entierro de la tauromaquia. Fue un adiós anunciado, pero no por ello menos trágico. No moría una persona, sino una compañía. No un entretenimiento, sino una afición. No una pasión, sino una vida entera. Ayer nos morimos un poco, además de todos los seguidores de esta filosofía repartidos por todo el mundo, los 20.000 que nos congregamos en una liturgia de funeral en la que se dio santo entierro a una expresión artística y cultural en Cataluña, una tierra en la que la primera misa taurina de la que se tiene constancia data de 1387. Fue así como los politicastros dieron la última paletada de arena sobre el ataúd con el que se cubre una vida de más de seis siglos.

La mortaja la pusieron, en el último día de historia de la Monumental, Juan Mora (esencia de añejo, reflejo de la fidelidad, la verdad y la pureza), Serafín Marín (la fuerza de la voluntad, la suma del tesón y la pasión, el amor desgarrado por la muerte de algo propio llorado como íntimo) y José Tomás (un poeta, un asceta, el dueño del tiempo y el sonido, imponiendo la insuperable superioridad del silencio). La simple presencia de los tres, al abrirse el portalón a las seis de la tarde, fue acogida con un aplauso que salió de las entrañas de todos los presentes. Allí estaban representados todos los sentimientos a través de las banderas: españolas, catalanas y hasta un par de esteladas independentistas. La gran mayoría contaban con un morlaco como escudo. Los inquisidores antitaurinos se quedaron fuera, riéndose del respetable. Ya lo habían conseguido, habían ganado. Esto era un funeral, pero ni eso les bastó: un par de docenas de “valientes” quiso presenciar con sorna provocadora cómo embalsamaban al muerto.

Nada de eso se vio en el interior de una maravillosa plaza, preciosa por dentro. Allí dominaron los colores. Los preciosistas del capote de Serafín, presididos por la palabra “libertad” (maravillosa palabra, tal vez la más bella). Y, por supuesto, el luto con el que se vistió José Tomás. Su rostro pálido, agudo y melancólico era acentuado por su traje de luces negro, pero aún más lo hacía el mechón de pelo blanco que aún le asemeja más a Manolete. Pero si gobernaron los matices de la paleta, reinaron más los sonidos. No los impertinentes “vivas” de cada uno a su ideología, chascarrillo o pueblo (molestan una barbaridad en medio de la faena), sino las ovaciones hondas a los momentos sublimes, los gritos de “¡libertad!, ¡libertad!, ¡libertad!” cuando tocaba (entre toro y toro) y, más que nada, la autenticidad del silencio. Éste imperó, principalmente, en el primer toro de José Tomás.

Durante diez minutos se pudo ver a quien dibujara con parsimonia la figura de un Cristo. ¿Cómo? Sólo con el andar despacioso con el que el artista citaba a su compañero de danza, extendiendo el brazo hermano al que portaba la muleta y, luego, acompañando dulcemente el paso del minotauro, que a cámara lenta buscaba acariciar la tela que huía hacia el infinito. Casi toda la faena fue por naturales, que es el espacio por el que se destapa la verdadera genialidad en los más grandes. De ahí al estocadón que llevó al clamor por las dos orejas (y casi el rabo), los instantes más puros son los que estuvieron marcados por el absoluto silencio, que era el que siempre se producía cuando el poeta daba pausa al toro, cogía la muleta y echaba a andar. Grande fue lo que creó José Tomás, pero aún más fuerte era el sentimiento de espera de todos los presentes, soñando cada uno con los mágicos mundos que iban a presenciar apenas unos segundos después. Nunca he visto un clima tan especial en una plaza de toros como el que genera este artista cuando se dispone a danzar.

Colores, sonidos… y gestos. La simbología cruda, la que nace de las vísceras. Cada uno en su estilo. Juan Mora cogió un puñado de arena, la llevó a sus labios y la guardó en su montera. Serafín se arrodilló, besó el albero y lloró. José Tomás, contenido, sacó a borbotones la gestualidad de su corazón doblando el espinazo como hacen los grandes actores de teatro al concluir la función. Su “gracias” lo completó acompañando largamente una ovación de muchas lágrimas y, al final, subido a hombros por la masa enfervorecida (junto al resto de la terna, incluido Juan Mora, quien no cortó orejas), señalando con fuerza con su dedo índice a los tendidos. Fue más bien un “volveré”. Ilustrado perfectamente por un pancartón que se abría paso entre la multitud invasora de la arena (que se la guardaba a puñados) y que emocionaba con una sola palabra: “Continuará”.

Ese “continuará” lo repetimos bajo los labios los catalanes que vieron la luna de luto en su casa y también los que marchamos para ver, ya hoy, un sol triste en una amanecida de luto. Y éramos muchos. Tanto en el tren que me llevó a Barcelona como en el avión que me devolvió a Madrid, la aplastante mayoría del pasaje era peregrina taurina. ¿Somos salvajes, brutos, bárbaros, asesinos? Solo reivindicamos nuestro derecho a emocionarnos ante el momento asfixiante en que un hombre danza con un toro con un cañón en forma de trozo de tela.

El muerto duerme esta noche en el ataúd. Pero yo, al igual que en Dios, quiero creer. Sí, continuará.

MIGUEL ÁNGEL MALAVIA

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Autor

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

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