La Hora de la Verdad

Miguel Ángel Malavia

Un suicida en el Septenario de Moya

Perico ya no aguantaba más el ominoso peso de la vida. La corona de cuernos con que Paula había decorado sus sienes era, sencillamente, insoportable por quien en su día, en el colegio, fuera nombrado Mister 4ºA. Su orgullo había sido apaleado. Por ello, más por el deseo de que a su ex se le indigestara el empacho de nuevo amor que por un deseo real de ser amortajado en las horas siguientes, Perico cogió el coche dispuesto a empotrarse con el primer desventurado que tuviera la desgracia de cruzarse en su camino.

Fue así como llegó, a eso de las cinco de la tarde, al punto intermedio que separa los municipios conquenses de Landete y Los Huertos. Para su sorpresa, lo que había ante él no era un autobús de dos plantas, sino miles de personas en romería, antecediendo el avance lento y costoso de la Virgen de Tejeda y su cohorte de danzantes, ocho mozalbetes bailarines que, aderezados de palos y castañuelas, iban vestidos con faldas, camisonas y alpargatas. Todos sonreían en lo que era la primera jornada del Septenario de Moya. Sin saber muy bien cómo ni por qué, Perico no embistió a la masa, en lo que hubiera sido, sin duda, un modo colosal para que Paula supiera de su adiós a la vida al abrir al día siguiente el periódico.

Sin saber muy bien cómo ni por qué, aparcó su Seat Panda en la calzada y se dejó llevar por la devoto marcha, camino del castillo de Moya. Allí llegó cinco horas después, tras escalar el valle en el que se erigía la muralla derruida y abrirse paso entre la muchedumbre que se agolpaba ante la puerta de la única iglesia que sigue en pie, en medio de la vibración del retumbar de las campanas y el polvo espeso que sobrevolaba el ambiente. Los aplausos que rompieron las manos de todos los presentes cuando la Madre de Tejeda entró en el templo, bajo el eco de las castañuelas y la música de la banda, terminaron de hacer temblar la tierra.

Cuando el ceremonial hubo terminado, Perico, rodeado de la turba, no pudo por menos que sentarse sobre una piedra. Además de impactado y extrañado (no sabía por qué no estaba ya muerto), estaba exhausto. “Las horas de caminata bajo el solazo me tienen seco. Y encima tengo el coche donde los políticos se dejaron la vergüenza… ¿Y ahora qué hago yo aquí?”, se dijo. Fue entonces cuando una joven lozana y exuberante, visiblemente cargada de tinto, le arreó una colleja y le espetó: “Eh, chaval, ¿estás tonto o qué? ¿Qué no sabes que esto son las fiestas de Moya… las mejores del mundo entero, o qué? ¡Venga, galán, agarra este morapio y vente conmigo, que voy a calzarme un bocata de panceta!”. Dicho y hecho. Así fue como Perico conoció a Mariví.

Los diez días siguientes los pasaría el casi suicida con su nueva amiga en El Arrabal, en las casas que hay en la ladera del valle sobre el que se levanta el castillo. Fueron diez días de éxtasis. Cada jornada se acostaba a las diez de la mañana, dejándose caer por el terraplén con un cubata y un churro de chocolate y crema respectivamente en cada mano, mientras sonaban de fondo los últimos estertores de la disco móvil. Ligó en las verbenas con hembras maduras que botaban con los gritos de guerra de los imitadores de SKA-P. Pero sus besos, caricias y risas, robados a la mesura y los buenos modos en los recovecos oscuros de las casas abandonadas conformadas por piedra y polvo, estaban reservados para Mariví. Con ella corrió los encierros, acudió por primera vez a una corrida de toros, saltó en el musical de Disney rodeado de un ejército de infantes desmelenados e irreverentes y no probó ni una sola gota de agua.

Cuando todo acabó, en el décimo día, se sorprendió al contemplar el paso de la misma procesión (idénticos danzantes, banda de música y rito) por estar ésta ahora sumida en el poso de la tristeza y la nostalgia. Y es que son siete años… Con todo nuevamente abandonado, subió al castillo de la mano de aquella chica que se le dio todo sin ni siquiera preguntarle quién era. Al llegar a la iglesia, Mariví se quedó fuera fumando. Él pasó dentro del templo por primera vez en esos diez días. En silencio, resonaron en su cabeza las campanas de la primera noche mágica. Entonces percibió el fuerte sentimiento que desprendía el lugar ocupado hasta hace poco por una pequeña talla de la que sólo se veían las minúsculas caras de la Virgen y el Niño. A su lado estaban las sombras de las miles de personas que habían desfilado ante la evocación del Misterio. Junto a ellas, mirando a los en ese momentos sonrientes María y Jesús, sólo vistos por su corazón, inició una balbuciente y tímida oración.

Al salir, besó una vez más a quien ya era su novia, la cogió de la mano y ambos bajaron por última vez la senda que llevaba a la ladera del castillo. No sabían qué sería de ellos en los siguientes siete años; ni siquiera si seguirían juntos. Pero sí tenían la certeza de que, si permanecían vivos, volverían al Septenario para sonreír, comer, beber, bailar, tragar polvo y, tal vez, rezar juntos ante la Madre de Dios.

MIGUEL ÁNGEL MALAVIA

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Autor

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

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