La Hora de la Verdad

Miguel Ángel Malavia

Minuto 83. El partido agoniza. El malditismo de cuartos amenaza con desgarrarnos otra vez. Mano a mano de Pedro con el portero paraguayo. Ahora sí, vamos. Lanza escorado. El tiempo se dilata, se hace eterno, lento. Va, va, va dentro… Palo. No puede ser. No hay forma. Este partido contra Paraguay nos mata, como todos los anteriores en nuestros 80 años de Mundiales. Los fantasmas nos van a sumergir en sus sombras. Vamos a terminar llorando, como siempre.

El rechace llega a Villa. Está solo. Controla con la derecha, da otro toque más. Quiere asegurar. Hace un escorzo. Dispara: el tiempo se vuelve a detener. Directamente no avanza. Está quieto. Otra vez un balón escorado. Va, va, va, ahora sí, tiene que ser. Tiene que serlo por justicia. Minutos antes, después de que Casillas ejerciera otra vez de prestidigitador de los sueños al parar un penalti (como ante Irlanda, como ante Italia), en la jugada siguiente, en el acelerón de la locura, nos habían robado. Un maldito árbitro nos había robado. Había hecho repetir un penalti nuestro que había sido gol… por algo que sólo ocurrió en su cabeza. Cuando repitió Xabi Alonso, confirmado el fallo anhelado por el maldito árbitro, hubo un penalti brutalmente cristalino del portero a Cesc. Era imposible no verlo, pero el maldito árbitro hizo como que tenía los ojos cerrados. Como los dos linieres, invitados de piedra en la representación de una ejecución sin juicio previo.

Ahora el tiro de Villa tiene que ser gol por justicia, para que no recordemos que el árbitro es guatemalteco (como era egipcio el del latrocinio ante Corea o era húngaro el del atraco ante Italia), y para que no pongamos nombre a su ridículo bigote (como tenemos grabado que Al-Ghandour se llama el egipcio y Sandor Puhl el húngaro… y él es Carlos Batres). Vamos, Villa, vamos, Villa. Ha de ser gol, tiene que ser gol, debe de ser gol: y es palo. Palo, palo… ¿Por qué? ¿Por qué siempre nos pasa lo mismo? El balón sale impulsado en paralelo, sobrevolando la línea de gol. No entra. Sigue, vuela sin caer. Pero no entra. Ya no existe el reloj. Y el balón, ante la mirada del maldito árbitro de ridículo bigote, ante un Villa petrificado y ante un país encogido, sigue rodando por el aire.

No puede ser. La impotencia es total. Hemos jugado el mismo partido todo el Mundial. Hemos luchado ante un nuevo muro cada día. Batallones de 10 jugadores, férreos, inexpugnables. A nuestro toque le ha costado sangre, sudor y lágrimas cada gol. Y éste hoy no quiere llegar. Vamos a perder este partido y Paraguay engrosará la saca del malditismo. Y todo porque el balón vuela sobre la línea de meta y no entra. Llega hasta el máximo de donde podía hacerlo por donde lo hacía: al fin de la portería. Y… toca al palo. ¡Palo, palo, palo, tres palos en la misma jugada! El destino nos mata: vamos a acabar llorando como argentinos y brasileños.

Pero no, esta vez no. El rebote del último palo hace una mueca burlona, poniendo el fin a la tragedia, y mira hacia dentro. Es gol. Gol, gol, gol, gol, gol. El tiempo recupera la vida. España estalla de alegría, gozo y furia. Mi corazón revienta. Aún le queda el susto de un nuevo milagro-paradón de Casillas. Pero ya nadie nos lo puede quitar. El maldito árbitro pita el final y tocamos la historia: por primera vez, jugaremos las semininales de un Mundial. Contra Alemania.

Larissa Riquelme no se ha despelotado. Como imaginaba, un mar de musas inunda las calles españolas. Había dibujado minutos antes la imagen de una odalisca rubia levantada a los dioses en un carrito de la compra. Todo es posible. Mi celebración, en compañía de amigos y mi única y verdadera musa, incluye el repertorio de una charanga y una boda de dos rumanos que acaban danzando de alegría por la victoria española. Mi bandera rojigualda cubre, cual mantón de Manila, el bello vestido blanco de una resplandeciente novia.

Cuando llego a casa la radio ya no habla del partido. Tumbado en la cama, absorbidos los poros de mi piel por el fragor de la batalla (y una nada transpirable camiseta del Mundial 98), es cuando pienso en frío en lo que ha pasado. Me pellizco: es verdad. Hace dos años ganamos la Eurocopa rompiendo la maldición de cuartos en el partido típico que siempre perdemos ante Italia: en los penaltis, tras un mar de ocasiones falladas. Hoy hemos destrozado otra barrera mental. Y en el partido típico que siempre nos hubiera llevado de vuelta a casa. Con un penalti en contra cuando estábamos sin ideas, fallando lo que habíamos celebrado como gol, robándonos la repetición que sí había de ser gol, con tres palos en la misma jugada, con un tiro a bocajarro de los paraguayos en el último suspiro. Cualquier otro día, uno solo de esos detalles no habría hecho llorar.

Como hace dos años, cuando fuimos reyes de Europa, algo ha cambiado. Y ahora está en nuestras manos tocar el cielo y ser amos del mundo. Por favor.

MIGUEL ÁNGEL MALAVIA

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Autor

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

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