La Hora de la Verdad

Miguel Ángel Malavia

Diario de un peregrino en Tierra Santa. Capítulo VII: Junto al que llora lágrimas de sangre

Los amaneceres marcan inicios. Y nosotros fuimos al comienzo de una historia. En todo Domingo de Ramos en Jerusalén, la procesión sale desde el lugar en el que Jesús se subió a la borriquilla para entrar triunfalmente donde luego sería ofrecido en holocausto. Allí nos encontramos con su iglesia conmemorativa cubierta con una alambrada. Templos santos en tierra de amor devastados por la guerra. También allí tuvimos la oportunidad de adentrarnos en unos sepulcros del siglo I.

Después fuimos al templete que recuerda la Ascensión a los cielos de Cristo resucitado. Tras la gloria del resurrexit, del vivir al morir, el triunfo definitivo: éxtasis celestial, reencuentro junto al Padre. Dicho templete es musulmán (mira a La Meca y cuenta con su mihrab), pues para los fieles de Mahoma Jesús es un gran profeta y María la mujer más santa. Desde allí, acudimos a la iglesia del Pater Noster. Conmemorativa de la oración enseñada por el Maestro a todos sus discípulos (como en otras ocasiones, también estaba escrita en lápidas en todas las lenguas: arameo, cherokee, swahili, catalán, vasco, valenciano, mallorquín, astur…). Lo más importante de este complejo es que hay una gran seguridad de que era una gruta muy frecuentada por Jesús y los apóstoles. De hecho, los primeros obispos de Jerusalén pedían ser enterrados allí. El cántico del Padre Nuestro en lo hondo de la cueva marcó un punto de gran hondura.

A continuación, rodeando sepulturas cristianas del siglo I que están ante el actual cementerio hebreo, nos dirigimos al gran espacio conformado por el Monte de los Olivos. Siempre imaginé un pequeño monte apartado de todo. En absoluto, se trata de un imponente alto situado justo enfrente de la Ciudad Santa. Desde la iglesia del Domus Flevit, allí donde el Señor se retiró a orar y lloró. Lloró porque sabía llegada su hora. Lloró porque había visto a sus amigos dormirse cuando Él les había pedido vigilia de apoyo. Lloró sangre, pues así es como se llora el miedo. Todo hombre tiene miedo a la muerte… aunque sea Hijo de Dios. Aunque sea Dios. Desde el altar de la actual iglesia, en el que el primer plano del crucifijo se antepone en la visión al fondo dominado por la Mezquita de la Roca, allí donde los musulmanes cifran la Ascensión a los Cielos de su gran profeta, reflexioné sobre el doble destino de dos hombres: Jesús y Mahoma. Cristo, ante la Cruz, ante el ser asesinado por quienes ama. La derrota. La tristeza. El aparta de mí este cáliz si es posible… el miedo… Judas, su beso y la traición. Mahoma, en cambio, ante su gloria final. Triunfo, eternidad. Sin embargo, Cristo murió para vivir. Cayó en derrota para vencer definitivamente. Por Él y por todos. Contigo, Maestro, ante tu agonía: aguanta, la victoria está cerca…

Más tarde bajamos a Getsemaní. Ya con los discípulos, la espera de la captura. ¡Levantaos, vamos! Getsemaní hoy es celeste. Un pequeño huerto con olivos centenarios (aunque no de la época de Jesús) atrae hacia el drama bimilenario. A su lado, la imponente basílica de la Agonía (también conocida como iglesia de las Naciones, por los distintos países que contribuyeron a su construcción). De diseño moderno, es oscura, reflejando perfectamente la tristeza y la turbación del alma. Amplia, diáfana y con vidrieras que aportan una luz tenue y acogedora. Sus relieves ante el altar muestran los instantes del lloro de Jesús y su prendimiento, con un beso traidor como protagonista. ¿Con un beso, Judas, entregas al Hijo del Hombre? En medio, en el punto culminante, la gran roca en la que todo acaeció.

Conmocionados, alcanzamos la caída. Así, atravesando la oscuridad y el boato desgastado y abrumador de una iglesia ortodoxa, nos encontramos ante la tumba de la Virgen María. Allí donde durmió y ascendió a la inmortalidad. Los ángeles nunca mueren. Y quien es mucho más que un ángel, la Madre, simplemente es de textura incorrupta. Fue increíble contemplar, rodeada de una decoración recargada y despistante, la sencillez de la desnuda piedra en la que dormiste con una sonrisa, oh María. Un bellísimo icono regalado por el último Zar de Rusia, Nicolás II, ya te mostraba en armonía gozosa con tu pequeño niño: Dios.

Y desde el gozo con la Madre, vuelta al tremendismo: la cueva-iglesia del Prendimiento. Allí la oreja cortada por Pedro, su reposición en último milagro, la huida de los supuestamente fieles, los primeros golpes. Allí, el inicio de la Pasión. Grafitos del siglo II en sus paredes atestiguan su historicidad. Todos huyen, Jesús. Estás sólo, rodeado de tus ejecutores. Como ayer, rompo mi intención de hacer una crónica por día. Esa misma tarde de 5 de agosto fue el Santo Sepulcro. La culminación de una peregrinación merece capítulo aparte. Ahora, como hace hoy una semana, me quedo contigo Jesús. Como ayer en la cárcel, cuando recitabas el Salmo 88 del desgarro, estás roto. Jesús, me quedo contigo.

MIGUEL ÁNGEL MALAVIA

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Autor

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

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