La Hora de la Verdad

Miguel Ángel Malavia

Diario de un peregrino en Tierra Santa. Capítulo V: Jesús, tienes miedo. Estoy contigo

El sol nos saludó y dijimos adiós a Belén. Adiós al punto marcado con una estrella como alfa de la fe, adiós al minarete de la mezquita de enfrente, adiós a nuestros inolvidables amigos de la parroquia árabe católica, adiós a los jerifaltes de Al Fatah. Camino de Jerusalén, oh Jerusalén, al fin Jerusalén, pasamos el control policial y cruzamos al otro lado del muro. Atrás, en Palestina, quedaban las pintadas de demonios y palomas de la paz con chaleco antibalas. A este otro lado, en Israel, aparecían mapas de la ciudad de Jerusalén y flores. Por la noche haríamos la Vía Dolorosa. Pero el Vía Crucis de palpar el odio en tierra de fe ya era latente desde el principio. Tuve el placer de escribir en la libreta que jamás se separaba de mí. Puse ‘No al muro’ justo cuando lo atravesamos. Nada más que simbología, sin valor de ningún tipo, pero entiendan a alguien al que le hubiera gustado soplar contra el muro de Berlín.

Jerusalén al horizonte. En el bus, la ilusión. Y la oración: ¡Cómo sabían los Laudes en ese instante! El Salmo 42 el que resonaba, camino de Jerusalén: “Envía tu luz y tu verdad: / que ellas me guíen / y me conduzcan hasta tu monte santo, / hasta tu morada”. La morada, el monte por el subíamos en bus, Jerusalén. ¡Que fuerza la del Benedictus! “Bendito sea el Señor, Dios de Israel, / porque ha visitado y redimido a su pueblo, / suscitándonos una fuerza de salvación”… Pueblo de Dios, Israel, Jerusalén.

Pero antes, en las cercanías de la Ciudad Santa, seguimos el rastro de Juan Bautista en Ain Karem. Subiendo a pie (o escalando) una cuesta que no se calza ni Contador, alcanzamos la iglesia de la Visitación, en recuerdo de la visita de María, al poco de quedarse embarazada, a su prima Isabel, también encinta del Bautista. De carácter conmemorativo, lo que llama la atención antes de acceder a su santuario es que está rodeado por la oración del Magnificat (que recoge el saludo de Isabel a María) en todas las lenguas. Nosotros optamos por cantarlo (bueno, yo no, que no he cantado en mi vida). No muy lejos estaba la iglesia del Nacimiento de Juan el Bautista. Allí se repitió la ceremonia, aunque con el Benedictus, las palabras que exclamó un Ezequiel exultante tras la venida al mundo de su hijo y la pérdida de la mudez de la duda. La oración también estaba en todas las lenguas (incluido el catalán o el vasco) repartida por todo el recinto. Como en Belén, un punto en el suelo marcaba el lugar del nacimiento. Emocionados ante el profeta que gritó en el desierto para anunciar al Mesías que luego bautizaría con el agua que sería Espíritu, besamos la roca. “Juan es su nombre”. Amén.

Con la emoción al límite, fue ya cuando entramos en Jerusalén. Para situarnos, nuestro primer destino fue el Museo de Israel, escrutando una enorme maqueta que representaba cómo era la ciudad en el año 70 d.C., cuando el Templo fue destruido. Sólo 37 años después de la Cruz y la luz del Resurrexit. De ahí, acudimos a uno de los puntos que para mí fueron culminación. El Muro de las Lamentaciones. No un muro político ni separador. El único resto del Templo perdido ante el fuego de los romanos. La única pared que quedó del edificio más sagrado para el Judaísmo, del que Jesús anunció su caída y levantamiento en tres días, aunque en referencia a su propio templo corporal. Israel lleva dos milenios llorando su pérdida. Lamentaciones, letanías con sabor a esparto y derrota.

Tocados los hombres (había separación física entre mujeres y varones) con una kipá, el gorro judío (en nuestro caso de cartón) que separa la carne humana de Dios, pusimos las manos ante las rocas alineadas en anhelo de Dios. Allí el hombre. Allí Israel. ¿Dónde Dios? Cierra los ojos y reza, busca, pide. Cumpliendo un sueño de niño, coloqué entre los recovecos el papel con mi súplica. Aparte de un párrafo personal, que allí quedó, pedí en mi mensaje por la lógica entre creyentes: “Paz en la tierra en la que Jesús murió… y resucitó. ¡Shalom!”.

Ya por la tarde, situados en la Pasión, estuvimos en la Casa de Caifás, ahora un santuario dedicado a la negación del Maestro por Pedro. Triple negación, triple traición, con un gallo como testigo y un canto como triste sentencia. Allí, en ese mismo espacio, con Caifás como carcelero e impulsor de la condena a muerte de un justo, bajamos al subterráneo. Cerrando los ojos en la ya de por sí oscuridad, permanecimos en la posible celda en la que un Jesús roto pasó la última noche antes de cumplir su misión. Al alba, la Cruz. Con lágrimas internas, iluminados en la penumbra por una linterna, leímos el Salmo 88: “Oh Señor, mi Dios, mi Salvador, / día y noche clamo a ti. / (…) / Porque estoy hastiado de desdichas, / y mi vida está al borde de la tumba. / Soy contado entre los que bajan a la fosa; / soy como un inválido. / Perdido entre los muertos, / como los caídos que yacen en el sepulcro. / (…) Me has colocado en lo profundo de la fosa, / en las tinieblas y en el abismo. / Pesa duramente sobre mí tu ira; / todas tus grandes olas me hunden. / Has alejado de mí a mis amigos; / me has puesto por abominación ante ellos; / encerrado estoy, y no puedo salir. / Los ojos se me nublan a causa de mi aflicción; / todos los días te he invocado, oh Señor; he extendido a ti mis manos. / Mas yo, oh Señor, te pido auxilio; / de mañana mi oración se presentará delante de ti. / ¿Por qué, oh Señor, me has rechazado? / ¿Por qué escondes de mí tu rostro? / (…) / Has alejado de mí al amigo y al vecino, / y la oscuridad es mi única compañera”. Cómo duele imaginar a Jesús, magullado, escupido, traicionado, encerrado, al borde de la muerte… triste y dolido, en ese mismo subterráneo en el que yo posaba mi cabeza. Pedía luz a su Padre. La recibiría tres días después.

Y aquí, el impasse. Ahora rompo mi intención de escribir una crónica por día. En este mismo 4 de agosto siguieron el Cenáculo, la Misa en el mismo espacio de la Última Cena, el recorrido por la Vía Dolorosa que jamás hubiera imaginado y una aventura en busca de una cerveza nocturna. Demasiado para esta crónica. Toca la excepción y la continuación en otra. Ahora esta oración se queda junto a Jesús de Nazaret, el Maestro que llora en una cueva. Tienes miedo. Estoy contigo.

MIGUEL ÁNGEL MALAVIA

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Autor

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

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