La Hora de la Verdad

Miguel Ángel Malavia

Los ángeles enamoran al Papa

Esta noche escribo especialmente emocionado. ¿Qué más se puede decir de un día en el que hemos cumplido el sueño de ver al Papa, hemos visitado la ciudad de L’Aquila, arrasada por el terremoto reciente, y hemos tenido una cena-fiesta en la que los ángeles han cantado, reído y hecho llorar a los que les hemos seguido estos cuatro das? Son las dos de la madrugada (sigo de pie, junto a mi amigo el recepcionista) y las ideas aturullan el raciocionio. Más vale ir poco a poco…

La mañana comenzó con el toque de corneta en forma de llamada de la recepción. Desayuno rápido y al bus. Destino: San Pedro del Vaticano. Objetivo: el Papa. En el trayecto, ilusión a raudales. Ismael va vestido de monaguillo. Su cara lo dice todo: es feliz. Nines canta la saeta que toca el corazón: «Al Papa yo le quiero…». Al llegar a la mítica plaza, preceptivo saludo a la Guardia Suiza: «Bon giorno», repiten los chicos. A todos los que les miran. Al mundo. La situación es privilegiada. Junto al altar, muy, muy cerca del Papa. La atención parece disipada en medio de un partenón que parece universal. Miles y miles de cabezas en el horizonte, provenientes de todos los países. Hasta que aparecen «los de la Edad Media» y los ojos caen en un sólo objetivo: soldados con banderas antiquísimas, cornetas a todo tono, tambores que ni en Calanda. ¿A qué huele el Vaticano minutos antes de una audiencia con el Papa? A una mezcla de calor sofocante, aluvión de colores en estado puro, ilusión y fe. Sí, eso debe ser un miércoles en la Piazza di San Pietro.

Sale Benedicto XVI, de blanco y purísima. Clamor. Dos orejas y rabo antes de hablar. Triple y cuadruple vuelta al ruedo. Algarabía, ruido, amor. Su alocución, la primera tras su viaje a Tierra Santa, va dedicada íntegramente a los días pasados en la cuna que alumbró a Jesús de Nazaret. El Papa realza «el gran don vivido por toda la Iglesia» en lo que fue una peregrinación y una visita pastoral a la comunidad cristiana presente en el espacio en que nació la Palabra hecha carne. Diálogo interreligioso con judíos y musulmanes es el decálogo de un hombre santo. Quien, además, ofrece otra receta: la fuerza del amor. «De rodillas, ante el Calvario, ante el sepulcro de Jesús, he pedido la fuerza del amor», concluye el hombre bueno de sonrisa tímida.

Tras la alocución papal, los normativos saludos en las lenguas de los miles de presentes: francés, inglés, alemán… ¡¡¡español!!!! «Saludo al grupo de discapacitados de Mensajeros de la Paz». Es la frase de un alemán, vestido de blanco y continuador de la línea iniciada por un Simón que fue Piedra pese a negar tres veces en el peor momento. Al decir esto, sonríe, saluda y mira a su derecha. Encuentra a un grupo de cincuenta almas, entre chicos y monitores, entusiasmadas: «Viva el Papa, Viva el Papa, Viva el Papa…».

La escena se repitió, aún con mayor intensidad, casi una hora después. Tras la bendición y el poso de las emociones, una valla de indudable privilegio permitió que el Santo Padre, tocado con un gorro rojo, pasara en su Papa-móvil a escasos dos metros nuestros. Su mirada y su sonrisa se posaron en una pancarta con este signo: «Mensajeros de la Paz. Extremadura». La erigían dos ángeles. Bajo ella, estaba el resto del séquito de los puros de Dios. Una alfombra, realizada en los talleres por los chicos, fue el regalo perfecto. No podía faltar el premio. El éxito. La gloria. La sonrisa del Papa hizo alcanzar la catarsis a un Ismael que, tocado aún de monaguillo y con su crucifijo bendecido por él mismo (santo es, sin duda), sonreía de puro amor.

Tras la audiencia, todo se precipitó. Los ángeles se fueron a duchar al hotel, se pusieron sus mejores galas (corbatas, vestidos de boda, azabache, grana y oro) y acudieron al la embajada de España ante la Santa Sede. Allí les esperaba el embajador, Francisco Vázquez. Cariñoso, tierno, gozoso. Toros y Galicia centraron una conversación que concluyó con el saludo, uno a uno, a los ángeles. Paco Vázquez, por suerte para él, tuvo el honor de disfrutar de un pedazo del cielo en la tierra. Otros, sin la capacidad de la disociación, estuvimos en L’Aquila. Aunque ésa es otra historia… que ahora, antes de acostarme, os voy a contar.

Llegada «la notte», con todo el grupo reunido, cena en un ristorante de Piazza Navona. Pizza rica, rica. Felicidad. Llega la hora de los discursos, de los homenajes. Es la Última Cena. Se leen las cartas que los chicos escribieron antes de salir y en la que expresaron sus sueños, los objetivos a cumplir: volar en avión, salir al extranjero, comer helado y pasta italianas, conocer al Papa y ver al Padre Ángel “en persona y no en la tele”. Regalos, risas, emociones, lágrimas, coplas. El Padre Ángel, a quien los chicos han regalado una alfombra hecha por ellos, habla de «los ángeles». Cuando les lee parte de la crónica hecha el primer día por un servidor y los chicos me miran… no se pueden reprimir las emociones. Nadie lo vio. Pero aquí lo confieso. Cuando Leonor, «la más guapa», alma pura vestida con su «traje de las bodas», me mira y me dice «gracias», no lo puedo evitar. Soy feliz. Aunque me calle y trate de que no se note. Aunque aquí lo confiese.

Una nueva saeta de Nines, dedicada al Padre Ángel -«Padre Ángel, te quiero…»-, que besa uno a uno a todos, pone fin a una noche que antes ha cerrado el propio fundador de Misioneros de la Paz con estas frases: «Han sido días preciosos, de encuentro. El Papa ha predicado la paz. Monseñor Filloni os preguntó sobre el amor… pero vosotros sabéis mejor que nadie lo que es este sentimiento. Todos somos niños. Todos queremos amar como vosotros…».

Son ya las tres. A esta hora duermen orgullosos otros ángeles junto a los ángeles. Son los monitores. Espejos del amor, del servicio, de la oportunidad negada por otros. Sin ellos, nada de esto habría sido posible. Son las tres Beas, Desy, las Mercedes, Antonio, José Manuel, Agapio… y muchos más. Aquí han de aparecer, antes o después, los nombres de todos los ángeles. Chicos y monitores. Si no, esta crónica no sería sino una farsa. Olvidarse de la estudiante Paqui, los benéficos hermanos Lucas y Pablo, la beatífica Delfina, Alfonso y su Barça, Bernardino y sus preguntas metafísicas, Juan Carlos y su apego al precio justo, Pedro y sus abrazos… sería un delito.

Faltan muchos más ángeles. Pero ahora duermen. Preguntémosles mañana y démosles las «bonnas nottes».

MIGUEL ÁNGEL MALAVIA

PD. Lo siento, éste no es tal vez el lugar, pero no podía dejar de contar una de las sorpresas que me han hecho aún más feliz esta aventura. Hoy he sabido que Isabel, una de las colaboradoras en el viaje, es la madre de mi admirado torero-artista José Tomás. No conviene mezclar los toros con la pureza de una épica historia romana, pero he estado tremendamente contento charlando con la madre de uno de los artistas más admirados por mí (personaje esencial en este blog) sobre el estado actual de su carrera y su devenir como persona y artista. Ya no hay ninguna duda: José Tomás, maestro, es también una verónica levantada por ángeles.

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Autor

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

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