La Hora de la Verdad

Miguel Ángel Malavia

Hoy lloro por ti, Ignacio Sánchez Mejías

¿Qué se puede decir de Ignacio Sánchez Mejías (1891-1934) sino que fue el arte en estado puro? ¿Cabe pensar en alguien más polifacético que una persona que fue torero, escritor de obras de teatro, novelista, poeta, actor, jugador de polo, automovilista y presidente de la Cruz Roja y el Real Betis Balompié?

Su físico ya resultaba impactante. Carlos Morla, íntimo amigo de Lorca, lo definía así: “Es un macho espléndido, una curiosa mezcla de hombría violenta y charme casi femenina; es brusco, quizá un poco duro, pero al mismo tiempo también fino y tierno». Sobra decir que tal percha, unida a la magia que desprendía, lo convirtieron en un gran conquistador. Sus amoríos fueron una constante, pero una mujer fue la que marcó su vida: Encarnación López, ‘la Argentinita’, la que había sido mujer de su gran amigo, José Gómez, Joselito ‘el Gallo’.

Siempre fue un rebelde ansioso de aventuras. De familia sevillana acomodada, su padre era un prestigioso médico empeñado en que él siguiera sus pasos. Pero Ignacio no se interesó por los estudios, sino que lo que de verdad le gustaba era escaparse de las clases en los escolapios e irse a jugar a los toros en el Arenal. Ya de adolescente no dudó en huir de casa y meterse como polizón en un barco que viajaba hacia Nueva York. Fue tomado por anarquista dinamitero y detenido en la aduana. La mediación de su hermano, que vivía en México, fue la que le posibilitó vivir algunos años en ese bello país hispanoamericano. Fue ese amor por la pasión lo que le llevó a interesarse por dedicar su vida a los toros. En 1910 pasó a formar parte de la cuadrilla de Joselito ‘el Gallo’ (antes había formado parte de las de Juan Belmonte y Rafael ‘el Gallo’), haciendo las veces de banderillero. Joselito era su amigo desde la infancia (con él se iba muchas veces de “novillos” al Arenal), y también, desde 1915, cuando se casó con una de sus hermanas, Lola Gómez Ortega, su cuñado. Según los críticos de la época, Ignacio era uno de los mejores banderilleros.

En 1919, en Barcelona, tomó ya la alternativa como matador de toros. La misma, cómo no, se la dio su Joselito. Como testigo, ofició el gran Juan Belmonte. Lo cierto es que Ignacio Sánchez Mejías no destacó nunca por su gran técnica, sino por su carácter temerario. Los aficionados de la época nunca olvidarían aquellas tardes en las que se les helaba el aliento viéndole torear de rodillas, sentado sobre el estribo o poniendo un par de banderillas por los adentros.

Sin embargo, su peculiar carácter le hizo buscar otras aficiones alejado de los ruedos. Fue entonces cuando se dedicó a escribir obras de teatro. ¡Cabe mayor imagen del arte que aquella que muestra a un torero fundiéndose en el mundo de la escritura! Todos los toreros tienen alma de poetas, pero sólo Ignacio Sánchez Mejías podía ser el que se codeara con los grandes literatos de la época: Dámaso Alonso, Federico García Lorca, Gerardo Diego, Luis Cernuda, Rafael Alberti… La ‘Generación del 27’, tal vez la más grande de todas las vistas en nuestra España, nació precisamente en un homenaje a Góngora promovido por Sánchez Mejías en el tercer centenario de la muerte de este autor inmortal.

En 1934, en una España ya republicana, decidió volver a dejar su esencia en el arte de la Tauromaquia. Él sabía mejor que nadie que esa vuelta a los ruedos podía costarle la vida. De hecho, ni un solo día dejó de olvidar la muerte, años atrás, de su “hermano” Joselito. Fue en una calurosa tarde de 1920, en Talavera de la Reina. El toro ‘Bailaor’ venció en su combate al torero y le dio muerte en la plaza. Gracias a Dios, se inmortalizó el momento en el que Ignacio Sánchez Mejías acariciaba la cara de un Joselito muerto. La imagen del artista vivo llorando ante el mito muerto, el contraste de la paz de la tez pálida con el desgarro de un hombre que se lleva una mano a la cabeza, mientras que con la otra parece sostener la cabeza de su amigo, como si aún pudiera sentir… Es la estampa de la esencia de la Tauromaquia: el triunfo o la muerte.

Se puede decir que la figura de Joselito empapó toda su vida. Primero se casó con su hermana Lola, con la que tuvo hijos. Y luego, tras la muerte del torero, “su hermano”, cayó embrujado bajo los ojos de la viuda de éste, Encarnación López, ‘la Argentinita’. Ella era una mujer de garbo, bailarina de tronío, apasionada, culta, racial… Ignacio acabó dejando a su mujer por la que había sido su cuñada, que fue la que le presentó a los grandes poetas que marcaron su genio. Aún así, a pesar de ser realmente la mujer de su vida, siguió teniendo aventuras con otras mujeres. Como con Lola, la infidelidad caracterizaba al que muchos definían como “la seducción en sí misma”. Más de una vez tuvo problemas con maridos que le pillaban en la cama con sus mujeres, persiguiéndole pistola en mano…

Todo esto, principalmente a Joselito, lo tenía en la mirada melancólica Sánchez Mejías cuando volvió a coger el capote. Era 1934. El año de su retorno, el año de su ida para siempre. Un 11 de agosto, en Manzanares, el diestro salió a la arena para luchar contra ‘Granadino’. Esta vez tocó la derrota, y la muerte. Ignacio esperaba al astifino sentado sobre el estribo… cuando una cornada le hizo mirar directamente el rostro del luto. Gravemente herido, él se empeñó en que no le operaran allí, sino que lo llevaran a Madrid. Pero ya era tarde y no se pudo hacer nada por salvar su vida. Dos días después murió y pasó a ingresar en el panteón de los caídos ante el asta de un toro. Según muchos críticos de la convulsa España de los años treinta, Ignacio, cansado ya de una vida exprimida al máximo, sólo volvió para morir ante el toro.

España, sus amigos, el Arte, todos le rindieron el merecido homenaje que se merecía. Pero seguramente los versos más bellos y estremecedores escritos nunca ante la muerte de un torero, los escribió Federico García Lorca en ‘Llanto por Ignacio Sánchez Mejías’. Dejo grabadas aquí las palabras salidas del dolor de un poeta que creía morir:

La sangre derramada

¡Que no quiero verla!

Dile a la luna que venga,
que no quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena.

¡Que no quiero verla!

La luna de par en par,
caballo de nubes quietas,
y la plaza gris del sueño
con sauces en las barreras

¡Que no quiero verla!

Que mi recuerdo se quema.
¡Avisad a los jazmines
con su blancura pequeña!

¡Que no quiero verla!

La vaca del viejo mundo
pasaba su triste lengua
sobre un hocico de sangres
derramadas en la arena,
y los toros de Guisando,
casi muerte y casi piedra,
mugieron como dos siglos
hartos de pisar la tierra.

No.

¡Que no quiero verla!

Por las gradas sube Ignacio
con toda su muerte a cuestas.
Buscaba el amanecer,
y el amanecer no era.
Busca su perfil seguro,
y el sueño lo desorienta.
Buscaba su hermoso cuerpo
y encontró su sangre abierta.
¡No me digáis que la vea!
No quiero sentir el chorro
cada vez con menos fuerza;
ese chorro que ilumina
los tendidos y se vuelca
sobre la pana y el cuero
de muchedumbre sedienta.
¡Quién me grita que me asome!
¡No me digáis que la vea!
No se cerraron sus ojos
cuando vio los cuernos cerca,
pero las madres terribles
levantaron la cabeza.
Y a través de las ganaderías,
hubo un aire de voces secretas
que gritaban a toros celestes,
mayorales de pálida niebla.
No hubo príncipe en Sevilla
que comparársele pueda,
ni espada como su espada,
ni corazón tan de veras.
Como un río de leones
su maravillosa fuerza,
y como un torso de mármol
su dibujada prudencia.
Aire de Roma andaluza
le doraba la cabeza
donde su risa era un nardo
de sal y de inteligencia.
¡Qué gran torero en la plaza!
¡Qué gran serrano en la sierra!
¡Qué blando con las espigas!
¡Qué duro con las espuelas!
¡Qué tierno con el rocío!
¡Qué deslumbrante en la feria!
¡Qué tremendo con las últimas
banderillas de tiniebla!
Pero ya duerme sin fin.
Ya los musgos y la hierba
abren con dedos seguros
la flor de su calavera.
Y su sangre ya viene cantando:
cantando por marismas y praderas,
resbalando por cuernos ateridos
vacilando sin alma por la niebla,
tropezando con miles de pezuñas
como una larga, oscura, triste lengua,
para formar un charco de agonía
junto al Guadalquivir de las estrellas.
¡Oh blanco muro de España!
¡Oh negro toro de pena!
¡Oh sangre dura de Ignacio!
¡Oh ruiseñor de sus venas!
No.

!Que no quiero verla!

Que no hay cáliz que la contenga,
que no hay golondrinas que se la beban,
no hay escarcha de luz que la enfríe,
no hay canto ni diluvio de azucenas,
no hay cristal que la cubra de plata.
No.

!Yo no quiero verla!

Hoy lloro por ti, Ignacio Sánchez Mejías.

MIGUEL ÁNGEL MALAVIA

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Autor

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

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