Kremer de Seda

Carlos Pecker Pérez de Lama

Miguel de la Quadra-Salcedo. El Último Vuelo del Quetzal

El día antes daba uno de mis largos paseos hasta el río Guadarrama, cuando dos águilas me siguieron durante mucho tiempo para mandarme un mensaje: la muerte estaba cerca, y así se lo escribí a mis 5 quetzales en el wasap. Como mis hijos creen que estoy loco ni me respondieron. A la mañana siguiente, después de un par de horas de sueño, Rocío Gayarre, a quien Miguel llamaba “Lágrimas de Estrellas”, me despertó contándome la noticia. Las águilas tenían razón.

Miguel me recordaba a menudo el poema del poeta griego Kavafis: “Cuando emprendas tu viaje a Ítaca pide que el camino sea largo, lleno de aventuras, lleno de experiencias”. Y viajé a mil Ítacas con él, tras los pasos de Ulises, y a veces compartíamos hasta la hamaca. Llevaba siempre un pesado baúl amarillo verdoso que costaba cargar. “Peckerín, ábrelo y sácame `El Libro de las Maravillas de Marco Polo´, por favor” Lo llevaba hasta arriba de libros junto a unas botas Panama Jack de caña alta que él mismo diseñó.

Le conocí en 1990 y no me separé de él hasta su muerte. He sido un desastre para todo, menos para elegir compañera de viaje y para trabajar con quien me enseñase cosas, cuanto más brillantes, mejor, y en eso Miguel de la Quadra-Salcedo era un auténtico genio. Cada día te mostraba un nuevo camino, porque su manera de entender la vida era la búsqueda constante de la aventura, alimentada por la cultura y el conocimiento, para no dejar de sorprenderte.

Tenía una ilusión y una pasión por su trabajo sobrenaturales. Era el último en acostarse y el primero en madrugar, y como quería filmarlo todo, pues se hizo célebre en el barco “Guanahani”, con el que tantas veces surcamos el océano Atlántico, su frase de “¿Dónde está Pecker?”. “¡Ballena a estribor, tortuga a babor!”. El concierto de Baciero, la poesía de Antonio Gala, la conferencia de Sánchez Dragó, las aventuras de Vázquez-Figueroa, el vuelo en globo de González Green, las charlas de Vargas Llosa, Ussía, Mutis, Porcel, Burgos, Monteforte, Del Busto, Jesús Garrido… aquello era, como Miguel decía, una universidad flotante, y tenía que captarlo todo con mi vieja Betacam, “La Abuela”. Era tan intenso e interesante cada amanecer, que corría feliz por la cubierta del barco de proa a popa para disfrutar cada segundo junto a Miguel, porque no paraba de aprender.

En 1993 recorríamos el río del Mono Sagrado, que divide Guatemala y México, cuando Miguel me comentó: “Me gustaría morir aquí, en las aguas de este río tan hermoso”, y a punto estuvo de hacerlo, porque sacó una pata de jamón que llevaba en un bidón y lo repartió entre los ruteros. Pero el problema fue cuando se acercó a la curiara de los titiriteros, porque mientras Julio Michel estaba agarrando la pata para cortar una loncha con la navaja, un golpe de agua nos alejó, y como Miguel lo tenía enganchado a la muñeca, cayó a aquellas peligrosas aguas repletas de remolinos. Gracias a Dios le pudimos subir, pero él no soltó en ningún momento el jamón.

Aunque se me llenó el pecho de bichitos que vivían en mi interior, la realidad es que no estaba enfermo, pero aquella mañana amanecí con 40º de fiebre. Sudaba como un bestia y la tienda de campaña se me venía encima. “Pero chico, ¿no te das cuenta de que si no filmas la subida al volcán es como si no existiese?”. Estábamos en Antigua, Guatemala, y Miguel no permitió que me quedase en el campamento. Él lo conseguía todo. Agarré la cámara y me monté en aquellos camiones de ganado que nos acercaron a la falda del volcán Pacaya. Miguel le dio unos “cheles” a un paisano para que me cargase el material, y cuando veía un sitio perfecto, paraba, le hacía una medianilla al jefe y grababa recursos de cómo ascendían los ruteros. Luego le pasaba la cámara al paisano y me desmayaba. Y así fuimos subiendo Miguel, Tucán, mi eterno ayudante, y el enfermito. Se puso a llover y cumbrear aquella montaña se me hizo casi imposible, hasta que Miguel me dijo, “Pero chico, si no filmas el cráter del volcán es como si no hubiésemos hecho nada”. Y llegué. De repente tembló la tierra y el Pacaya empezó a escupir trozos de lava. Miguel, todos los ruteros que llegaron y yo, nos moríamos de miedo. Cuando terminó de temblar la tierra unos dijeron de descender rápidamente, otros de esperar a los que faltaban, y Miguel solo me preguntó una cosa, “¿Lo has filmado?”. Era un reportero innato.

En la Ciudad Maya de Yaxchilán le picó una serpiente venenosa a su hijo Rodrigo en la pantorrilla. Acudió el médico Germán Cobo y Miguel gritaba como loco “¡Peckerín, Peckerín!, ¿dónde estás?”. Estaba frotándome con citronela la piel para ahuyentar a los mosquitos. “¿Dime Miguel?”. “Pero chico, ¿no ves que a Rodrigo le ha picado una serpiente y puede morirse?. Trae la cámara y filma…”. Los que le oían se quedaban alucinados, pero viendo sus aventuras en Vietnam, en El Congo o en Eritrea, no era tan raro.

Corría el año 1996 y vino Vicente Gómez Encinas, el jefe de campamento, a avisarme: “Pecker, dice Miguel que vayas ahora mismo, que está a punto de morir”. Había un cuenco lleno de vómito y un olor nauseabundo, le había dado un brote de malaria y pensaba que se quedaba en Potosí. Al día siguiente, portaba tan campante una virgen en una fiesta popular. Tenía una constitución de hierro.

Lo que más me gustaba era realizar aquellas interminables marchas a su lado por la selva. Nos descubría, paso a paso, los secretos de aquel terreno impenetrable que tan bien conocía. Si llovía, cortaba una enorme hoja y me la ponía de paraguas para que siguiese filmando. Cuando la tormenta era torrencial me enseñó un truco magnífico para estar siempre seco: llevar una bolsa grande de basura para meter la cámara y la ropa. Recuerdo que nos quedamos en calzoncillos volviendo de la Isla de Coíba, en Panamá, mientras los demás periodistas nos miraban alucinados, pero al pasar la lluvia sale el sol, y en 5 minutos Miguel y yo estábamos secos y trabajando, mientras ellos estuvieron mucho tiempo calados hasta los huesos. Una lección más, jefe.

Dormíamos en medio de Machu Picchu recordando a los reyes Incas, organizó un concierto en la Plaza de la Ciudad Sagrada de Tikal a la luz de la luna llena, cabalgamos sobre las poderosas aguas del río Reventazón, convivimos con los indígenas Emberá y Wounaan, nos bañamos al pie del Castillo de Tulúm o junto a delfines rosas en el río Orinoco, comimos desde peces recién pescados en el Pacífico hasta hormigas culonas, cuy o armadillo, oíamos los tenebrosos sonidos de los monos aulladores en medio de la selva y los sigilosos movimientos de las innumerables serpientes, nos atacaron abejas asesinas en el volcán de Tuxtla que nos hizo retroceder por primera vez en toda la historia de Aventura 92/Ruta Quetzal BBVA, y ascendimos al Quehuisha para observar el nacimiento del Amazonas, lo que cerró un círculo de nuestra vida.

Podría estar escribiendo días enteros sobre las aventuras y vivencias que hicimos durante tantos años, pero sin duda me dirías: “Pero chico, deja ya de escribir y coge la cámara, que tenemos que filmar a Jesús Luna, el jefe de monitores, y a los ruteros ascendiendo al poblado indígena de los Kogui”.

Gracias por tratarme como a un hijo, con el permiso de Rodrigo, Íñigo y Sol, por todo lo que me has enseñado, por ayudarme a conseguir mis sueños, por lo que hemos disfrutado juntos ascendiendo a montañas y a volcanes, por aquel baño en el Cenote Sagrado de Chichen Itzá en 1990 que me indicó el camino, tú camino.

No caerá en saco roto lo que nos has transmitido a 10.000 ruteros. No. Por todo ello te deseo que tu último vuelo del quetzal sea sobre aquellas aguas del río del Mono Sagrado y que descubras ahora el mundo del más allá.

Las águilas tenían razón. “¡Pero chico, quieres acabar ya!”

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Carlos Pecker

Realizador, Periodista, Camarógrafo, Técnico de sonido, Iluminador, Editor, Profesor universitario y Escritor.

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