Kremer de Seda

Carlos Pecker Pérez de Lama

Aracataca y Gabito

Las chivas de colores vivos despertaban el polvo adormecido de Aracataca. Bajamos semiaplastados después de 14 horas de un viaje que se hizo eterno. Nos recibió un calor húmedo que hacía que lentamente burbujease un sudor constante en nuestra piel, como el de los vaqueros de las películas del Oeste. La Ruta Quetzal BBVA nos llevó al pulmón del Realismo Mágico, donde un trozo de hielo vale más que una onza de oro, quizás por eso él lo tenía siempre entre sus innumerables recuerdos, ahora ya tan solo descritos en los textos de su literatura perpetua.

Llegamos de mañana al pueblo del hoy desconectado Gabriel García Márquez, donde vivimos tan intensamente que en tan solo un día entendimos cada frase que escribió sobre su pueblo imaginario: «Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos».

Y otros huevos, estos revueltos con un tomate mal pelado y un crujiente patacón, nos alimentó hasta entrar en la sala gris incómoda donde apurábamos el último trago de chocolate caliente, que todavía hacía sudar más nuestros cuerpos cubiertos con malolientes camisetas de color crudo, como la tierra que pisábamos bajo la atenta mirada, que no ausente, de los cataqueros que descubrían una expedición de jóvenes que ilusionada entraba en la casa de su hijo predilecto.

Abarrotada estaba la sala aledaña a la casa reconstruida de Gabo donde la rumana Diana Nicoleta Diaconu, profesora de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia, engarzaba sólo bellas palabras sobre el Premio Nobel, ante una audiencia fiel que absorvía como una esponja las anécdotas de sus innumerables novelas.

Después recorrimos la Casa-Museo que guarda como un tesoro los muebles de madera que acompañaron al genio en su niñez. En cada habitación, de reducidas dimensiones, estaban escritas frases de sus mejores libros. Se me ocurrió pedir a diez aventureros que admirasen la obra de Márquez que leyesen esas palabras que describían lo que en el fondo estaban viviendo en ese mismo instante, porque quien conozca Aracataca entenderá la obra del escritor como si un látigo terminado en dos puntas se clavase en sus ojos.

Recorrimos el pueblo que sabía a soledad y a libertad encogida hasta la Oficina de Telégrafos, reconvertida también en museo, y de ahí hasta la mítica Estación de Tren, donde nos esperaba un grupo de música que añadía a nuestra experiencia vital los sabrosos ritmos caribeños. Varios ruteros ayudaron con los tambores y todos se pusieron a bailar dando vueltas y más vueltas, rodeados de miles de mariposas amarillas que revoloteaban sobre sus cerebros blandos y calientes que se abrían como flores vírgenes a un mundo nuevo de vivencias irrepetibles.

En eso que, a lo lejos, se oyó el pitido del tren que hacía la Ruta de Macondo. Rápidamente puse a Luna, el Jefe de Campamento de la Ruta y seguidor del literato, entre las vías paralelas del tren que se acercaba pausadamente a la estación donde las ninfas se habían adueñado de cada centímetro de aire de la costrosa casucha abierta. Luna no falló y antes de ser arrollados por la máquina terminó la frase que marcaría el paso de la Expedición por el Nuevo Reyno de Granada, por aquel lugar que nos hizo temblar desde el esternón hasta la encorvada columna vertebral.

No quería irme sin comprar una obra del mayor representante del Realismo Mágico en su lugar de nacimiento, allá por 1927. Busqué en librerías, kioskos, abarrotes y hasta en bares, pero nadie me ofrecía un libro suyo. Al final me mandaron a una pequeña biblioteca donde, de estrangis, me vendieron un ejemplar de El Coronel no Tiene quien le Escriba que le regalé a mi cariñosa mujer que abrazó la novela contra su pecho como si de una joya de esmeraldas se tratase.

Y pensaba para mí que si Gabriel José de la Concordia García Márquez hubiese nacido en Florida, por ejemplo, habría decenas de librerías con sus obras, en los Mac Burguer regalarían tazas con el gallo del Coronel, la calle principal se llamaría Cien Años de Soledad y en la cantina donde clavan sus dardos los de las chupas de cuero negro que tienen la Harley en la puerta, la cerveza más fuerte se denominaría Gabriel, y el plato estrella La Hojarasca. Una estatua del maestro surgiría de un pequeño jardín con el césped milimétricamente cortado y vigilado por dos hombres uniformados con el detalle de la cara del escritor en una placa plateada que colgaría de sus camisas azules de manga corta. El día que nació lo harían fiesta en Florida, en donde lo más popular sería la hamburguesa de Macondo, claro que todo esto es imposible, porque jamás podría existir un escritor que se inventase un pueblo como Macondo en Florida. Imposible.

El viaje por Colombia siguió y recorrimos los lugares más importantes en la vida del escritor, como Bogotá, Barranquilla, Zipaquirá y navegamos por el río Magdalena recordando sin cesar las frases que a mano estaban escritas en las paredes de Aracataca. Llegamos a Cartagena de Indias, otro lugar mágico para Márquez, y tuvimos una INOLVIDABLE conferencia impartida por su hermano Jaime quien, vestido con guayabera blanca, nos hablo con un cariño sobrenatural de la vida de Gabito, como él le llamaba.

Al final preguntaron ruteros y periodistas y Zoilo Martínez de la Vega, corresponsal de la Agencia EFE que conoció personalmente a su hermano, le lanzó la que sería la última interrogación: «¿Volverá a escribir Gabo un libro?. Jaime le miró tranquilo y triste, se sirvió un vaso de agua de la pequeña botella de plástico con la etiqueta vuelta para que no la filmásemos, dio un trago largo, dejó el vaso transparente en la alargada mesa de madera del Museo Histórico de Cartagena de Indias, al lado de la sala de instrumentos de tortura, y le miró directamente a los ojos. Andrés Ciudad, subdirector de Ruta Quetzal BBVA, estaba visiblemente inquieto a su lado, y los jóvenes esperaban mudos y ansiosos la respuesta para que terminase pronto aquel secreto a voces.

Jaime rodeo como pudo la respuesta diciendo que la familia padecía en general de falta de memoria y que él mismo también era un desmemoriado pero, por fin, se enfrentó directo al toro de Zoilo y, sin poder mentirse a sí mismo a su ya avanzada edad, se estiró suavemente la guayabera y le dijo que Gabito ya no volvería a escribir nunca más. En el centro del parquecito había un pozo abierto en el que sonaron sus palabras como si fuesen balas disparadas por el cañón de hierro sobre el que se apoyaba un periodista largo que llevaba puesto un sombraro Panamá de medio lado.

Jamás, desde que en 1990 empecé a viajar con Miguel de la Quadra-Salcedo a esta América hermana y profunda, tuvo una cita tanta repercusión. Llamaron televisiones, radios y periódicos de medio mundo. La respuesta de Jaime García Márquez destruía por completo las pocas esperanzas de que su conocido hermano escribiese una letra más. Su cabeza se había ido definitivamente a Macondo, a vivir en una barca humilde del río de su Realismo Mágico. «Acababa de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra».

Pero lo que nos quedó claro para siempre es que tanto ayer como hoy las mariposas amarillas nunca dejarán de revolotear vibrantes sobre nuestras cabezas ruteras.

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Carlos Pecker

Realizador, Periodista, Camarógrafo, Técnico de sonido, Iluminador, Editor, Profesor universitario y Escritor.

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