Oíamos sus canciones en el sótano de Breve, apalancados en los viejos sofás de tela despeluchada mientras veíamos fijamente las pequeñas luces de colores del equipo de música.

Era una mezcla sublime en nuestros jóvenes cerebros el sonido de aquella guitarra áspera y profunda con los vapores ácidos del último ron casero.

Salíamos a tumba abierta, él nos lo indicaba, fuerte y sabio, detrás de ese aspecto de transexual trasnochado de Transformer, para mi lo más brillante.

Los altavoces rompían las membranas del volumen descomunal que le imprimía nuestras ganas de comernos el mundo.

Era diferente, inspirador y rupturista. No creía en nada y los jóvenes tan solo creíamos en él. A pesar del baño de estupidez en el que vivíamos, sabíamos que teníamos que mantener la mente clara para destrozarla cada noche. Todo era mentira, era como un chute de bienestar valdío en un cielo sin estrellas.

Cuando terminaba el cocierto de los Leño, los Ñú o los Barón Rojo, volvíamos a oír aquel Walk on the Wild Side para poder llegar al destino: aquella hipócrita sociedad que fue el germen de la mierda que ahora vivimos.

Quizás por eso mi amigo no aguantó, las ventanas del pelotilla gris no se abrieron más y se fue a despedir del mundo al lado del cementerio, después de comprar el tubo que entrase en el habitáculo lleno de colillas apuradas en el cenicero infecto, y todo con olor a puta barata.

Se va una leyenda, como dicen los resabiados y pedantes críticos musicales, cuando de verdad se va el espíritu libre que intentó transformar a varias generaciones. No lo consiguió, claro, pero en esa última esquina del bar cerrado, donde el camarero levanta las últimas sillas, le vuelvo a pedir que me ponga algo de Lou Reed, que quiero volver a sentir el lado más salvaje de mi mismo, aquel que te hacía soñar con los ojos abiertos.

¡Gracias por tirar pétalos de rosa al estanque podrido!