La izquierda y el separatismo

Han tenido que ser dos fiscales los que contesten y desnuden, por primera vez desde las instituciones del Estado, la condición esencialmente xenófoba y reaccionaria del separatismo. Durante cuarenta años, hasta este juicio contra los golpistas catalanes, el acomplejado Estado democrático ha contemporizado, cuando no apoyado y sufragado, las llamadas “construcciones nacionales” que en el País Vasco y Cataluña emprendieron desde el primer minuto los nacional-racistas de ambas regiones.



El desdichado argumento principal para la cesión permanente y el silencio ha sido el de que en democracia se puede hablar y defender todo. Y no. Por ejemplo, no se debería poder pregonar ni pretender el fin de la propia democracia, como hicieron los golpistas. Hablo de la ciudadanía, la noción ilustrada que ha impulsado el progreso de los dos últimos siglos y que constituye la razón fundacional de las democracias: la que garantiza la igualdad ante la ley, por encima del sexo (por eso no son democráticas las llamadas leyes de género, lo que no supone en absoluto sostener la menor tolerancia contra los criminales, del sexo que sean), de la raza o de la cuna. Del territorio de la cuna, también y principalmente.

Y algo mucho más importante: la ciudadanía es la superación de la identidad, esa falacia colectivista que vino para sustituir a las religiones y a los totalitarismos. “Identidades asesinas” como las llamó, con precisión, Amin Maalouf, y que entre nosotros produjeron casi mil asesinados a manos de una banda de criminales identitarios: la ETA. En una democracia moderna la identidad, los sentimientos, se quedan en la intimidad de cada uno. Y en el espacio público no hay más identidad que la Ley. La misma para todos, a la que nos debemos y que nos salvaguarda. Usted puede llorar de emoción al escuchar al vibrante Torra o a fray Junqueras, o rezarle a Messi, pero en su casa. Su llanto no puede ser jamás un factor de organización del Estado ni un valor político de ninguna clase. En España no hay pueblos, hay ciudadanos, es decir, personas sujetas a un ordenamiento jurídico que nadie se puede saltar por muy nacionalista catalán o vasco que sea, salvo que lo decidamos todos.

Hete aquí, sin embargo, que en la España supuestamente constitucional, la que se refunda en 1978 para acabar, entre otras cosas, con los privilegios que el franquismo había otorgado a catalanes y vascos (leer el relato que el C.F. Barcelona hace de la historia de las medallas que le concedió a Franco mueve casi a ternura ante tanta desvergüenza, lo que no es sino el correlato de las invenciones historicistas del nacionalismo), el Estado ha terminado por ser el garante principal de la desigualdad, el que ha cedido a que las regiones más ricas de España hayan levantado, de hecho y de derecho, estados propios para sostener la idea criminal en la que se sustenta todo nacionalismo: la de que unos pueblos (todos mezclados, por lo demás) son superiores a otros. Es decir, la de que hay supuestas etnias y apellidos que determinan y justifican la supremacía moral, intelectual, económica o laboral de unos ciudadanos sobre otros en función de su lugar de nacimiento o de su lengua.

Esta es la idea que nadie desde el Estado ha combatido -salvo Felipe VI hace un año-, ningún presidente del Gobierno, hasta hubo alguno, como Zapatero, que la promovió, o que calló culpablemente, en el momento más crítico, como Rajoy. Nadie nunca ha realizado un alegato para descalificar esa injusticia como se merece. Como lo que es: el sustento de los verdaderos fascismos, del facherío ‘nazionalista’ y de la izquierda resentida que los apoya hoy y desde hace al menos quince años con todo descaro, y solapadamente desde mucho tiempo atrás.

Aquí mi estupor. ¿Cómo puede presentarse la izquierda que decía defender esos valores en gobiernos y ayuntamientos como aliada de los racistas catalanes, de los herederos de los asesinos por odio vascos, de los que niegan a la gente el derecho a estudiar o trabajar por cuestión de lengua en Baleares o Valencia, que ahora ya la teleprogre nos escribe València, expulsando la lengua común hasta de la toponimia? Mirar hoy hacia el País Vasco, Navarra, Baleares, Valencia o Cataluña y ver a los socialistas acompañando, compadreando o buscándoles salidas a los nacionalistas étnico-lingüísticos de todas esas regiones, cuando no gobernando con ellos, resulta sencillamente detestable. Por no hablar de Unidas Podemas, encantadas en sus mareas plurinacionales, ese disparate que sólo puede curarse viajando. Aunque, al parecer, Podemas viajan poca.

El separatismo es, en fin, el mal. El mal en sí mismo. Porque siempre es supremacista. Porque se fundamenta en el desprecio hacia aquellos de los que quiere separarse. Estamos ante una idea abominable que hay que combatir. Y acabar con ella empieza por desvelar su naturaleza reaccionaria, contraria a la ilustración y al progreso que entendemos como el camino hacia un mundo unido. Que empieza en Europa. El separatismo es el que ha movido el Brexit, detrás del cual no está más que el viejo racismo anglosajón germánico, la convicción de que se trata de pueblos superiores que viven mejor solos. La que sostienen Torra o el PNV.

Por eso, lo progresista es hoy defender la bandera constitucional. Y los que están contra esta España de todos son los verdaderos fachas, la eterna desgracia de esta España desdichada que, teniéndolo todo, se empeña una y otra vez en destruirse a sí misma.

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