Rafael Tegeo, el romántico leal, y su exposición antológica en Madrid

Si no fuera por la calle que lleva su nombre, y en la que nació, acceso principal al casco histórico de Caravaca, puede que casi nadie se acordara de él ni siquiera en su ciudad. Ha sido la reciente exposición antológica del precioso Museo Romántico de Madrid la que nos ha devuelto –sin olvidar el excelente libro de Martín Páez de hace unos años- al gran Tegeo, uno de los mejores pintores de la primera mitad del siglo XIX y al que su carácter, poco complaciente, y su pintura, inclasificable, privaron del favor de la historiografía dominante.

¡Ah!, esa forma de ser tan caravaqueña, ese vicio de decir la verdad, ese tono arriscado, orgulloso, hecho de humor y socarronería aragoneses y una cierta aspereza castellana, ese pronto, esa vocación rectilínea, de almendra dura que esconde el dulzor, que marca a las gentes de estas serranías y nos hace tan mediterráneamente raros. Y, encima, se nos educa (o se nos educaba, ya no lo sé) en la lealtad a lo que creemos y a lo que somos, con lo que se nos acaba de incapacitar para el chalaneo y la modernísima “inteligencia emocional”, que antes se llamaban medro y peloteo. Sin que ello excluya, por supuesto, a una enorme cantidad de tontos y chaqueteros. Como en todas partes. Sólo intento explicarme a Tegeo.

Y así fueron, al parecer, su espíritu escasamente acomodaticio, su ineptitud para el disimulo, y su lealtad a su visión del mundo y la pintura (clásico en su formación, romántico por pensamiento y vocación), los que le llevaron hasta a ser reprendido por la reina Isabel II, de la que fue pintor de cámara, que le reprochaba esa sinceridad sin pacto. Pintor de Corte, pero no cortesano, Tegeo, y que Dios se lo haya pagado, había sido opositor y crítico al infame Fernando VII, y permaneció fiel a sus ideas liberales, contra el absolutismo y la todavía fortísima reacción estamental, hasta el fin de sus días.

Entonces ser liberal era el modo de defender el progreso: la libertad, la igualdad ante la ley, el fin de los privilegios. Su condición de hombre de orígenes humildes, que todo se lo había ganado a pulso y mérito, influyó seguramente en su rechazo a las desigualdades, las supersticiones, los fueros y las sangres. Sería curioso saber qué pensaría hoy, cuando los que se dicen progresistas abominan del liberalismo y defienden las excepciones y las prebendas de quienes se sostienen sobre la xenofobia y el odio racistas entre españoles. La negra bilis de las injusticias sufridas, que ya se lo llevó de este mundo, volvería sin duda a adueñarse de él.

Pero su última herida acaso se la hayan producido la desidia y la ignorancia, esos grandes males nacionales de los que no nos libramos. Al contrario. Y así, que yo sepa, nadie del Ayuntamiento de Caravaca ni de la Comunidad Autónoma en la que se supone que estamos incluidos ha visitado, oficialmente, la primera exposición antológica del gran pintor caravaqueño.

De haberlo hecho, se habrían dado cuenta de que ni en el folleto de la exposición –aunque sí en las notas de prensa sobre el acontecimiento- ni en ninguno de los textos explicativos distribuidos en las salas donde hay obra de Tegeo, se dice nada sobre su nacimiento en Caravaca. Recordé las miles de veces que habré pasado por su calle, el Palacio de la Encomienda, la Casa Fuentes, el ancho de Cantó, tantas callejuelas y cuestas donde hasta tuve novia, y no pude dejar de escribir mi protesta, no “en las alas de los inmaculados cisnes”, como habría dicho Rubén Darío, pero sí en la hoja de reclamaciones. Por lealtad también al propio Rafael Tegeo, que no habría querido que hubiera españoles cuyo origen se ignorara por no venir de las tierras habitadas por razas superiores.

Y me contestaron por ‘e-milio’, excusándose, lo que demuestra que estamos ante una institución ejemplar. La exposición, además, es extraordinaria, como lo son los retratos de Tegeo, sus paisajes entrevistos, su recién adquirida Virgen del Jilguero. Por eso, quiero agradecérselo al Museo Romántico, dirigiendo mi denuncia hacia quienes se la merecen mucho más: las instituciones culturales de “aquesta meva pobra, dissortada pàtria” que, al menos en este caso, no se merecen tal nombre.

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