La lengua y la culpa

A todos mis amigos catalanes, castellanohablantes y catalanohablantes, que llevan muchos años clamando por un bilingüismo que hoy vuelve a parecer una utopía.

Nadie habló de ella. De la lengua. Durante la campaña electoral de las elecciones de ayer, nadie se refirió a la inmersión lingüística, a la prohibición práctica de la lengua española en la enseñanza, en la Administración de la Generalitat, en las empresas públicas… hasta en la Iglesia. La lengua culpable no debe ser nombrada. El catalanismo ha conseguido que el dogma esencial de toda su estrategia política, “la única lengua de Cataluña es el catalán”, haya sido asumido, interiorizado, aceptado también por los castellanohablantes catalanes y, por supuesto, por el Gobierno central y las élites españolas, ese oxímoron, élite española, que hubiera dicho mi añorado amigo Pepe Perona.

Independientemente de los resultados de ayer, esa es la derrota: no haberse atrevido ni siquiera a hablar sobre el derecho a usar, estudiar o ser atendido en los servicios públicos en la lengua oficial que se desee. Es decir, lo mismo que siempre, y con toda razón, reclamaron los catalanohablantes antes de hacerse con el poder e instaurar su régimen. Un régimen fundamentado, precisamente, en el supremacismo de la lengua como metáfora y muralla del otro y verdadero supremacismo: el de la etnia y la clase, el que facilitó la utilización del dinero público para el enriquecimiento personal, la consolidación de la casta autóctona, el crecimiento del mundo empresarial afecto de los ocho apellidos catalanes y la construcción de un estado dentro del Estado preparado para escapar en cuanto alguien se atreviera a olfatear siquiera su podredumbre.

Cataluña vive sobre una ficción y una esquizofrenia, pero a sus amos no les importa. Al contrario, son los que han redactado y justificado una ficción esquizoide semejante a la que aducen haber sufrido durante el franquismo: la de una comunidad bilingüe en la que una de sus dos lenguas ha sido excluida, ocultada, condenada por impura y extraña, negando con descarada manipulación de la historia el hecho de que hace quinientos años que se usa como lengua de cultura, literaria y de prestigio, y que es mayoritaria en sus ciudades desde hace un siglo.

Pero para negarlo inventaron esa curiosa fórmula de la lengua propia, lo que suponía la existencia de una lengua impropia. Y no, las lenguas no son -aunque la fascinación germánica del catalanismo lo sostenga- más que sistemas de comunicación que pertenecen a quienes las hablan y duran mientras ellos quieran. Hoy, en Cataluña, la lengua materna mayoritaria es el castellano, un 54%, mientras los catalanohablantes maternos sólo constituyen el 36%, aunque algunos datos hablan ya del 31%. El resto usan árabe, bereber, ruso, chino y la tira, pero tienen también mayoritariamente como lengua de intercambio el español, un idioma que nació para eso, como criollo entre distintos, como Koiné peninsular.

¿Cuál es la razón, entonces, para que no se aplique en la vida oficial y en la enseñanza lo que es normal en la calle, como decía Adolfo Suárez? Obvio: que si el catalán (y los apellidos que conlleva) dejara de ser el filtro de acceso a la casta, pondría en peligro la muralla construida, cínicamente en nombre de la democracia, contra la democracia verdadera que sólo llegará el día en que cualquiera, en la lengua que desee, sin tener que adaptar ni su nombre ni sus apellidos, pueda alcanzar la cumbre social sin haber pagado en el camino todos los peajes de adhesión al catalanismo que hoy se exigen.

Es decir, el día en que se acepte que el español es tan lengua de Cataluña como el catalán, y que sus hablantes tienen los mismos derechos. Porque es de eso de lo que estamos hablando, de la igualdad de derechos, sin la cual hablar de democracia es un sarcasmo. Supremacista.

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