La vergüenza

Tras una larga agonía, España fue liquidada el pasado miércoles en el Parlamento catalán. Y el próximo día 11, por las calles de Barcelona, su cadáver será paseado sin que ni siquiera acudan al sepelio sus deudos: los gobernantes de un Estado que no supieron defenderla. Ninguno.

Al contrario, fue ese Estado el que la fue entregando, deshaciendo, poniéndola en manos de caciques y castas regionales que buscaban su desaparición para hacerse, sobre su vacío, con el poder absoluto en sus territorios. Como fue siempre. Como se disgregó el imperio para que las burguesías criollas gozaran de plena impunidad para explotar a los indígenas (¿saben que el PIB de la España americana previo a las independencias no se recuperó hasta un siglo después?). Y como, con la más generosa intención, la España democrática, la que soñaba una nueva era de ciudadanos libres e iguales, sin discriminaciones de cuna ni origen, se articuló en comunidades, que, sin embargo, con toda la deslealtad posible, caminaron desde el principio para constituirse en estados cuyo final irremediable era una nueva oleada de independencias interiores. La que ha culminado y se ha hecho visible el pasado miércoles, pero que ya existía.

La nación ha muerto porque hemos dejado de sentirnos concernidos por lo que ocurre más allá de las viejas fronteras provinciales, porque vivimos refugiados en nuestras patrias jíbaras y nos hemos resignado a que el Estado que nos articulaba y nos unía sea ya sólo un fantasma.

El sarcasmo reside en que esa disgregación se hizo para contentar a quienes decían necesitar un margen para el cultivo de su lengua. Lo que nadie les negaba. No quisimos ver que todo formaba parte de una estrategia de largo alcance, de un proceso de nacionalización y conversión de reticentes, de la implantación de un nazismo light que terminaría, como ha ocurrido, en la proclamación de independencia.

Nunca, por lo demás, lo ocultaron. Fue un Estado acomodaticio y cobarde el que se negó a ver la realidad, el que consintió que se trocearan la sanidad, la educación, la policía, el agua, hasta la desaparición como tal Estado de unas comunidades autónomas ya cuasi soberanas. Y fue una clase política indecente y cómplice, sobre todo una izquierda capaz de vender su alma al racismo separatista con tal de destruir a la derecha, la que nos ha llevado a esto.

Vean lo último: en Barcelona, una diputada de Podemos, esa tragedia ridícula tan desunida ya como la propia España que propugnan, quitaba las banderas españolas que, junto a la ‘senyera’, habían dejado los miembros del PP al abandonar sus escaños. La señora se llama Ángels Martínez y su grupo se abstuvo ante el golpe de Estado que se estaba ejecutando en el Parlamento catalán. Les da igual a estos estafadores que decían venir a regenerar la democracia. Lo que preocupaba ese día al cínico de Iglesias Turrión era el aniversario de la boda de la hija de Aznar, disimulando el bodón de su socio Garzón, un payo que se dice comunista y se casa de chaqué y a 300 euros el cubierto.

Y mientras, en el PSOE, diciendo que están con el Gobierno (tengo yo que ver eso, si el Gobierno hiciera algo), pero dándoles la razón a los separatistas con lo de que en España somos “al menos, unas cuatro naciones”, expectoración política de esa ambición con patas que es Pedro Sánchez, y que merecerá quedar en los anales de la estupidez hispana.

Y vean a la derecha. Bueno, no la pueden ver, porque no está.

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