Jubilaciones forzosas

Hace unas semanas asistí a la misa por el fallecimiento de un viejo amigo. Pocos años antes se le había jubilado forzosamente gracias a una norma que acabó con la posibilidad de prolongar, voluntariamente, la permanencia en la función pública hasta los setenta años. Así que, a los sesenta y cinco, a la calle. Y allí se vieron médicos, inspectores de Educación, veterinarios o funcionarios de los distintos cuerpos de la Administración, quisieran o no. Personas que a los sesenta y cinco estaban en su plenitud intelectual, conservaban un buen estado físico y, sobre todo, deseaban seguir en su puesto de trabajo. Después de una vida entera de servicios, despacharlos como se hizo era un pago demasiado ingrato y, además, económicamente más que discutible.

Se justificó con la especie de que los nuevos funcionarios, al carecer de antigüedad, resultaban más baratos que sus sustitutos, si es que los había. No sé exactamente cuál sería el resultado para las cuentas del Estado, pero el ahorro no era tanto para el Estado, que no implantó esa norma, sino sólo para las comunidades autónomas. Lo curioso, o mejor, lo revelador de la pérdida del sentido nacional que va a acabar con todo, era que esas personas no se iban al limbo, no: pasaban a cargar todavía más la ya escuálida caja de la Seguridad Social, pues sus pensiones había que pagárselas.

Es decir, al menos una buena parte de los gastos que esos funcionarios suponían simplemente cambiaban de capítulo. Servían para disminuir los déficits de las regiones, pero aumentaban el de las pensiones. Un artilugio contable por el que a las comunidades peor financiadas se les daba un enjuague que disimulara lo que había de haberse resuelto desde el minuto uno de la crisis: la injustísima distribución regional de la riqueza y la financiación de los servicios.

Además se perdía a grandes profesionales con la experiencia y la sabiduría acumuladas de tantos años. Gentes que si querían permanecer en sus trabajos es porque eran felices, y por eso hacían felices o al menos atendían con generosidad a los demás: a sus enfermos, a sus alumnos o a sus corderos, supongo. Mi médico, don Pedro, que murió con más de setenta, fue hasta el último día uno de los profesionales más sabios y humanos que he conocido.

Mi amigo Juan había comenzado como maestro de primaria, lo que entonces tenía un nombre mucho más bonito, maestro de escuela; había ejercido en Cataluña, antes de volver a su tierra, y luego se había licenciado en Pedagogía, había ingresado en el cuerpo de inspectores de Educación y era profesor asociado en una universidad. Es decir, que había conocido casi todos los oficios posibles dentro de su profesión, además escribía artículos y publicaba todos los años una agenda educativa, y se había ganado con su trabajo y su valía el aprecio de sus compañeros. En fin, que era un hombre contento con su vida.

Nunca lo hablé con él, pero jubilarlo fue un mazazo. A partir de ese momento, todo se le torció. Como si al faltarle su trabajo se hubiera hundido cuanto sustentaba su existencia. Quiso jugar al golf, montar en bicicleta, viajar, pasear, siempre con el apoyo de su mujer. Pero supongo que se le hizo insoportable el peso del ostracismo al que se le había condenado. Ostracismo, sí, exilio forzoso, en su primera acepción clásica, griega, pero también, según el DRAE, «apartamiento de cualquier responsabilidad o función política o social». No se debería apartar a un hombre de su trabajo hasta que la propia edad lo hiciera, o hasta que su voluntad, a partir de una edad razonable, fuera esa.

Hoy ya, parece, no hay crisis. Se convocan miles de puestos de funcionarios otra vez. Ya no hay ninguna excusa para esta norma estúpida e injusta. La expulsión de estos hombres no sólo los daña a ellos, daña los servicios públicos, la economía nacional y, sobre todo, ofende a la gratitud que se les debe.

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