Británicos y separatistas

El verdadero fantasma que hoy recorre Europa es el separatismo, la ilusión egoísta por la que los problemas se resuelven solos si nos quedamos solos. El separatismo es hijo, como aquí sabemos muy bien, del nacionalismo, esa pulsión xenófoba que culpa a los demás de nuestros problemas y se fundamenta en el supremacismo racial, como en el racismo aranista vasco (hoy latente, pero inocultable a poco que converses con cualquier ‘abertzale’), o en la superioridad cultural y económica, como en el caso catalán, en el de la Lega Nord italiana (Roma ladrona), o en los populismos de los países ricos de Europa.

En fin, separatismo y nacionalismo no son más que formas de lo que se ha llamado populismo, que hace unos días me definía con claridad un amigo, conductor de autobús, y buena gente donde los haya: “…estos, estos le dicen a cada uno lo que quiere oír”. Hablaba de Podemos, obviamente, y acertaba las claves del patético éxito de los charlatanes que abanderan la desesperación de algunos desheredados y el postureo de muchos instalados: además de enfrentarse a un régimen carcomido, han sabido reunir bajo su manto a todos los separatistas de algo y a todos los que anhelan seguridad y protección frente a una crisis que arrambló, acaso para siempre, con la seguridad económica. Su reaccionaria fortaleza radica en haber prometido el regreso al paraíso anterior. Por eso, ninguna razón que pueda aducirse les hará mella ni hundirá su atracción creciente. “La gente” lo que quiere es que el Estado le resuelva la vida. Aunque cuando despertemos, y ellos ya gocen del poder, el dinosaurio seguirá estando ahí.

No sé si la salida de los hijos de la Gran Bretaña será el fin de Europa, o el inicio de un verdadero Estado para todos. Lo que está claro, desde el mismo día de su incorporación, y casi diría que desde el principio de los tiempos, es que los británicos muy partidarios de vivir con los continentales no son. Han puesto obstáculos siempre, han exigido ‘singularidades’, privilegios, exenciones. Como decía Ortega con los catalanes, el asunto no tiene más solución que conllevarse, es decir, mantenerlos con nosotros a sabiendas de que su recelo es propio de su naturaleza. Como el escorpión.

Pero lo que nos jugamos es mucho más que la salida británica de Europa, en la que no todo sería negativo. Lo que nos jugamos es que la enfermedad del nacionalismo se extienda, como ha ocurrido en España -y lo que nos queda por ver-, y mañana la Unión Europea sea cualquier cosa menos la nación política posible que los mejores europeos soñaron siempre. Detrás sólo está el miedo: el miedo al otro, el miedo a desaparecer si me fundo con el otro, el miedo egoísta a la pérdida de mis privilegios aldeanos. La miserable idea, en fin, de que los ricos, solos, serán más ricos, que alienta detrás del Brexit y del Catalaxit de los catalanistas y Podemos. El populismo ya arrasó Europa una vez. El nacional-separatismo es el pasado. Y construir Europa, el futuro.

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