El antifranquismo era alegre

Aquel antifranquismo era alegre. Nunca hubo odio en nosotros, sino esperanza, el sueño de la libertad imaginada, anhelada como una gran fiesta. Teníamos unas inmensas ganas de vivir, de probarlo todo, de bailar. Y eso fue lo que hicimos durante los diez años siguientes. Tampoco había odio en los partidos. Al contrario, todo el mundo quiso la democracia como un pacto de olvido y perdón. El Partido Comunista y buena parte de los ‘azules’ en primer lugar.

Quisimos la vida y no la muerte. Éramos jóvenes universitarios, pero salíamos del brazo de obreros curtidos en la Standard, como en aquella inolvidable manifestación contra los asesinatos de Atocha. Hoy los obreros están en sus trabajos o en el paro y sólo esperan una oportunidad, y no que unos críos que no han puesto un ladrillo en su vida les digan cómo tienen que pensar.

Lo que me pregunto es por qué estos niñatos de hoy desprenden tanto odio. Parecen sacados de la España de la alpargata y el feudalismo agrario, si esto no fuera una burla para quienes en verdad sufrieron aquello. Son privilegiados, han accedido a dedo a sus puestos universitarios, cobran becas sin trabajar, han gozado de una sanidad y una educación universales, de elecciones libres y medios de comunicación a su servicio.

En la España de hoy hasta el último pueblo tiene piscina, centro social, biblioteca, escuela y hasta instituto… La democracia ha traído una prosperidad desconocida y unos niveles de vida que parecieron siempre cosas de las películas americanas, como aquellas cocinas que nuestras madres admiraban a la vez que el peinado espantoso de Doris Day.

Ni en el peor de los momentos de esta crisis atroz, se ha vuelto a ver a personas vendiendo piñas, caracoles, arena o espárragos trigueros por las casas. O teniendo que irse en masa a la vendimia francesa o a la ‘poma’. Los estudiantes ya no emigran para poder pagarse el curso o un triste radiocassete en Andorra, que entonces nos parecía el mejor equipo de música del mundo. Ni tienen que sacar una media de notable para obtener una beca, como tuvimos que hacer nosotros. Y los ladrones llevan ya tiempo desfilando.

El odio de estos chicos malcriados, señoritos que sólo han conocido la abundancia, revolucionarios de corta y pega alentados desde algunos medios que sólo buscaban enriquecerse, es el gran fracaso de la democracia. Son enemigos de la Transición sin tener ni idea de lo que fue, porque nacieron muchos años después. Que en vez de expresar alegría, de exaltar la libertad en la que han vivido siempre, se muestren airados y tristes, alienten la represión de los que no piensan como ellos, promuevan una gran venganza contra el pasado, o quieran prohibir todo lo que no comparten, es nuestro gran fracaso.

Hemos dejado dirigir la educación, desde la escuela a la universidad, a sectarios a los que hay que reconocerles el mérito: han sabido adoctrinar con eficacia. Pero el mayor de todos los fracasos es que nuestros jóvenes tristes (habrá que cambiar el conocido eslogan por este otro: “¡Qué triste es ser joven!”) puedan siquiera sentir un ápice de justificación de la tarea criminal de la ETA durante cuarenta años. Contra la democracia, precisamente. Una organización que asesinaba por racismo, por xenofobia, por odio a España, para imponer una tiranía totalitaria. Lo más parecido al nazismo que hemos conocido. Y que, como el dinosaurio, aún está ahí.

CONTRIBUYE CON PERIODISTA DIGITAL

QUEREMOS SEGUIR SIENDO UN MEDIO DE COMUNICACIÓN LIBRE

Buscamos personas comprometidas que nos apoyen

COLABORA

Lo más leído