Sefarad

Hoy que tantos españoles reniegan de una lengua que también es suya, ellos, los sefardíes, nos la devuelven intacta, como era hace quinientos años. El castellano dulce, de ‘eses’ sonoras y abundancia de sibilantes, de ‘uves’ aún labiodentales, de ‘elles’ que aún no se habían hecho yeístas, una fiesta de sonidos envolventes y sensuales -con palabras tan hermosas como ‘solombra’- que luego fue haciéndose más contundente y claro, es lo que ellos han conservado durante cinco siglos para que ahora podamos seguir gozándolo. Es asombroso el desprecio con el que se les trató frente al amor a Sefarad, a su lengua, a su patria, que les unió en el destierro y todavía continúa siendo su seña de identidad.

No sé si fue eso, la mezcla de la nostalgia y la injusticia sufrida, junto a la dulcedumbre del idioma, el mismo de Nebrija, lo que ha añadido una pátina de melancolía a todas las tonadas y canciones que llevaron con ellos y que nosotros habíamos perdido. Hasta la pasada semana. Cuando Felipe VI, en nombre de la misma monarquía que los expulsó, les abrió de nuevo las puertas de su nacionalidad, la que ellos de su corazón nunca arrancaron.

Y eso sí que es en verdad milagroso, o acaso nos pone delante de la evidencia de que no siempre los españoles hemos renegado de España, de que quizás una vez fuimos como ellos. Y es que hay algo admirable en el pueblo judío, sefardí o no: la idea de continuidad que es toda cultura, el respeto a lo heredado, la convicción de que sin esa fidelidad ya la diáspora habría acabado con ellos. No cabe otra explicación para entender cómo un pueblo tan golpeado resiste aún a esa especie de sentimiento generalizado y despreciable que es el antisemitismo. Y acaso es la razón por la que nuestras sociedades igualitaristas los odian: porque, al menos en eso, en el respeto a sí mismos, son mejores.

Creo que España debería celebrar, bastante más de lo que lo está haciendo, el regreso de nuestros compatriotas perdidos, la reparación de una injusticia, la recuperación de un estadio de la lengua castellana en un momento en que ya se estaba convirtiendo en española y lengua de todos. Seguramente, la expulsión fue entonces considerada necesaria, cuando la idea de unidad reinaba en Europa, cuando se aspiraba a rehacer una cristiandad unida como un nuevo imperio romano. Ese fue el sueño del emperador Carlos, el hijo de quienes expulsaron a los judíos, y la idea por cuyo afán España se desangró en guerras interminables.

Con la expulsión se nos fue lo mejor de las clases urbanas, científicos, médicos, artistas, artesanos, lingüistas, gentes de números y letras que dejaron al país descabezado, rico pero sin hombres que administraran esa riqueza. Habríamos sido mejores con ellos. Pero los tiempos sólo se pueden juzgar desde los tiempos. Y lo único que ya nos cabe hacer es celebrar que muchos buenos españoles, y tan leales, están otra vez entre nosotros.

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