El cadáver de España

España es un cadáver de la Historia al que hace años mandamos al tanatorio para no velarlo en nuestra casa. Eso lo sabemos todos, pero vivimos como esos deudos que siguen hablando con sus muertos y ponen la cristalería completa para sentarse a cenar. También sabemos todos que su muerte comenzó el día que decidimos deshacer un proceso de casi 170 años, desde Cádiz, por el que habíamos intentado incorporarnos de nuevo a la cabeza de la Historia y construir una nación moderna, liberal, de ciudadanos libres e iguales ante la ley.

Un proceso voluntarista, dirigido por lo mejor de nosotros, y frustrado siempre por lo peor, ese Fernando VII -y todas sus reencarnaciones- que nos enfangó en una guerra civil eterna y presente aún bajo ‘cordones sanitarios’ y aquelarres simbólicos contra el enemigo. En Cádiz soñamos una nación donde ya no contaran los reinos medievales, los feudos, los condados, los estamentos, las sangres. Hoy somos, empobrecidos y decepcionados, aun sin el hambre de Goya o de Galdós, la muestra patente de nuestro fracaso.

La España que se quiso democrática, la de 1978, cavó en ese mismo instante su tumba, el mausoleo autonómico sobre cuya podredumbre pactamos hoy. Lo ocurrido en el estadio del F.C. Barcelona, sede y escaparate del separatismo desde hace ya tantos años, no fue sino la constatación, la prueba forense del fallecimiento.

Lo que nos llamó la atención fue la variante que suponía con relación a lo que entendemos por funeral. Usualmente, en los entierros se respeta al difunto y se le honra. España es la eterna anomalía, el primer ataúd pitado de que tenemos noticia. La caja a la que le enseñan el culo sus descendientes, mientras el heredero, adolescente, permanece impertérrito junto a los chacales sonrientes que van a devorar el cadáver.

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