De la España de Cayo Lara a la España de Teresa Giménez Barbat

Seguramente las afirmaciones más claras sobre nuestra enfermedad catalana, la suya, sobre todo, las haya realizado hace dos días Cayo Lara, el revelador líder de la izquierda postcomunista (vaya un palabro para un comunista). Tras espetar, cargado de razón, que no se pueden poner fronteras a la democracia y que hay que resolver las cosas dialogando, ha aclarado la exacta dimensión de sus sentencias. En primer lugar, exige que se dialogue sobre algo que ya está determinado: el referéndum catalán, un trágala que el nacionalismo ha puesto sobre la mesa y sobre el que sólo admiten su aceptación. Hacen bueno a Rajoy cuando dice que no puede dialogar sobre lo que está decidido antes de empezar.

En segundo lugar, la no frontera a la democracia resulta ser otro curioso aserto, cuando de lo que se trata es de que algo que afecta a todos sea votado sólo por unos pocos. ¡Habrá frontera! Lo remacha en televisión su compadre catalán Coscubiela, el cual, luminoso, sostiene que esa es la diferencia entre la autocracia y la democracia. Es decir, que la autocracia es que todos decidan lo que a todos afecta; y democracia, que decidan sólo unos pocos, el pueblo elegido. Se ve que el postcomunismo consiste en darles la vuelta a los conceptos y no a las sociedades.

Son, sin duda, fisuras por donde aún penetra, en pleno post, la nostalgia de la dictadura del proletariado, el Partido como vanguardia y el Comité Central como conciencia elegida por la Historia. O acaso la raza superior (¿aria?) del doctor Robert, aquel gran patriarca del nacionalismo catalán que defendía que los cráneos catalanes tenían más volumen. Libertad, ¿para qué?, preguntaba Lenin y parece que lo sigue haciendo Coscubiela. Votar todos, ¿para qué? Sólo los catalanes (algunos) saben lo que nos conviene. Lo que no sabemos es si el volumen craneal de Coscubiela dará para catalán o es que está haciendo méritos.

Cayo Lara lo reafirma con gran precisión y valor didáctico, según refiere la Vanguardia: “Lara ha estimado que legalizar una consulta sería lo ideal y, de esa forma, cada fuerza política podría defender allí lo que piensa sobre cómo se tiene que configurar el Estado.” Atentos, allí, o sea, que es allí donde se debe decidir lo que haya de ser de nosotros, ex-pañoles todos desde ese instante. Las fuerzas políticas debatirían ¡allí! nuestro destino y nuestras reglas de convivencia, obviamente determinadas por los nacionalistas (que juegan con el dominio de todos los medios de comunicación y de poder frente al resto de catalanes), que impondrían sus exigencias de desigualdad (asimetría), colonización mercantil y privilegios fiscales, puesto que sólo los de allí serían llamados a las urnas.

Los demás quedaríamos, pues, despojados de soberanía, de derechos y ciudadanía, y convertidos en súbditos de una metrópoli catalana. Y estos son los que se dicen antiimperialistas, anticolonialistas, internacionalistas y progresistas, aliados con la peor burguesía xenófoba que sólo busca taponar su régimen de corrupción. No sé qué es peor, si que sean tan profundamente reaccionarios, o que ni siquiera lo sepan. Mira, Coscu, el régimen que persigues sería algo mucho peor que una autocracia, sería una especie de tiranía tribal determinada por el origen y la lengua. Si es que no lo es ya.

Me consuelo, me oxigeno, me descontamino leyendo una entrevista en la edición catalana de ABC con Teresa Giménez Barbat, antropóloga, escritora bilingüe, bloguera, impulsora de la web Cultura 3.0 y miembro del grupo de intelectuales y artistas catalanes fundador de Ciudadanos, que hoy, sin embargo, es candidata al Parlamento europeo por UPyD, partido al que pertenece desde hace años. Con Teresa tuve la fortuna de pasar varias horas conversando hace algunas semanas, una tarde que culminó con la asistencia a la espléndida y ‘arrebataora’ conferencia que Stéphane Dion, que fuera ministro canadiense para deshuesar nacionalistas, digamos, impartió en la universidad de Barcelona a mediados de marzo, y a la que le dedicaremos una próxima entrega en este cartel.

Teresa me confirma que la mayoría, creo, de los catalanes no han perdido el oremus, ni se han amontillado ni coscubielizado. Uno sueña, leyendo a Teresa, que un día España podría ser ese país por el que ella lucha y del que dice lo siguiente: “Cuando pedimos una armonización fiscal en España, cuando pedimos unidad de mercado en España, cuando pedimos un concepto común sobre la educación en España, cuando pedimos una tarjeta sanitaria única y una cartera de servicios compartida algunos nos llaman «centralistas». Pues bien, ahí se delatan. Pedimos para los Estados en Europa lo mismo que pedimos para una España viable y unida, porque no se puede pedir lo lógico y sensato en Europa y negarlo en tu propio país.

En los próximos meses, empezando por el debate de este martes en el Congreso, y las cercanas elecciones europeas, lo que nos jugamos es bajo qué leyes queremos vivir. Qué España. Si la España (y la Europa) de Teresa, cívica, liberada de fundamentalismos e identidades asfixiantes, sin conciertos ni cupos, y en la que seamos (por una vez) todos iguales en derechos y obligaciones, vivamos donde vivamos; o la España de esa apestosa alianza de izquierdismo enmohecido y nacionalismo neorracista que nos ha destruido (lo de las ‘chonis’ de Pujol es un hito), la asimétrica, la de las tribus fuertes y las tribus débiles, la de unos pocos que imponen su voluntad a los demás.

Lo que nos jugamos es la democracia.

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