Educando (educación y nacionalismo)

Ningún Estado sensato habría entregado el control de la educación a partidos separatistas hegemónicos en sus regiones. Lo que pasa es que España nunca ha llegado a dotarse de un Estado moderno digno de tal nombre, y de su debilidad en los siglos XIX y XX fueron alimentándose las burguesías feudales, los caciques fueristas, los privilegiados de una historia pasada por la ley del embudo, según la cual sólo vascos y catalanes tenían pasado, y los demás acabábamos de desembarcar desde la nada.

Que el nacionalismo catalán sostenga, por ejemplo, que Cataluña fue una nación, y que se lo nieguen a Aragón, bajo cuya bandera, reyes y nombre se cobijaron durante todos los siglos que dicen haber sido independientes, es una de las cosas más divertidas que han inventado. Pero que gracias a su control riguroso (y muy bien trabado, por cierto, con minuciosidad totalitaria) de la educación, han conseguido extender y hacérselo creer no sólo a los catalanes, sino a muchos españoles de izquierdas que han hecho de las mentiras nacionalistas (contra las que bajo la etiqueta liberal combatieron durante todo el siglo XIX) la última de las señas de una identidad perdida.

La paradoja de España es que la primera Nación de Europa nunca consiguió dotarse de un Estado que consagrara la idea esencial de las revoluciones modernas: la conjugación de libertad e igualdad, de derechos individuales y ley única para todos, sin discriminaciones de cuna o territorio. A día de hoy no sólo no lo hemos conseguido, sino que caminamos hacia una desigualdad mayor en la medida en que la no independencia de Cataluña y Vasconia se seguirá pagando en transferencias, conciertos económicos (gracias a los cuales viven a nuestra costa) y guiños simbólicos, tras los que una mayoría de regiones españolas seguiremos quedando como convidados de piedra del triángulo Madrid, Barcelona, Bilbao, esa oligarquía que todo se lo reparte desde hace casi doscientos años.

Ernesto Ladrón de Guevara es uno de los más tenaces y veteranos luchadores contra el nacionalismo obligatorio en su tierra, el País Vasco. Matizaré: en su tierra y en la mía, no sólo porque pasé allí un año esencial de mi vida, sino porque soy español y, por tanto, aquella es también mi tierra, como mi pueblo es la suya. Sólo hay que elevar la mirada, porque es inconcebible que se pretenda ser europeo cuando no se ha aceptado siquiera vivir con los que te rodean. Él, y algunos otros cientos de miles, encarnan la necesidad de que estemos siempre muy atentos a distinguir entre vascos y catalanes nacionalistas, y vascos y catalanes demócratas. Demócratas, sí, pues el nacionalismo es lo contrario de esa idea por la que la libertad y la igualdad son de los hombres y no de las ficciones. Esa es hoy, además la última razón de ser de España, la protección de los derechos individuales. Por eso, si España se rompe, lo que caerá con ella es la democracia misma, que dará paso, sin duda, en Cataluña y el País Vasco, a tiranías que perpetuarán las dictaduras de la raza y la lengua, como le pasó durante cincuenta años a la Irlanda independizada.

Maestro y doctor en Pedagogía, militante socialista que, harto del colaboracionismo de la izquierda con los acólitos de Arana, terminaría siendo diputado foral de aquella Unidad Alavesa que fue esencial para mostrarnos que no todo en Vasconia era nacionalismo, Ernesto Ladrón de Guevara publicó hace unos años un libro, Educación y nacionalismo, Txertoa, 2005, que nos ilustraba sobre la génesis del nacionalismo y su relación con la enseñanza y con la Iglesia vasca. Y sobre cómo el incipiente y frustrado Estado liberal español fue incapaz de vencer las resistencias del reaccionarismo vasco a la implantación de una escuela pública y laica, dependiente del Estado. Y cómo esa resistencia se había prolongado en el tiempo, y revestido de nacionalismo y defensa de la identidad y la lengua, cuando no era más que el instrumento para seguir manteniendo el control ideológico y religioso sobre el pueblo vasco, el poder, en fin, en manos de los sectores más retrógrados y feudalizantes de una sociedad de castas, profundamente enemiga de los cambios y de la mezcla con otras gentes.

No era siquiera la defensa de los viejos fueros como una forma de entender lo hispano, que era de lo que en principio se había nutrido el carlismo; era, sin más, la negación de la modernidad. Y para ello -para aglutinar, para señalar a los disidentes, para mantener al pueblo vasco cual tribu unida por el cerco y el asedio de “los invasores españoles”, que habían ido a trabajar a las minas sólo para “acabar con la identidad vasca” y otros disparates, similares a los que se esgrimen en Cataluña-, la escuela, la enseñanza, la doctrina debían quedar en las manos adecuadas: las de siempre. Con lo que no contaban era con la paradójica rebelión de los maquetos que, usados como soldados y fielmente adoctrinados, acabarían asumiendo y protagonizando esa mezcla de xenofobia y marxismo que es ETA, y que hoy ya controla Guipúzcoa y empieza a ser elevada a los altares del ‘relato’.

Ahora Ladrón de Guevara nos entrega Educando. Alternativas a la farsa pedagógica. Huerga y Fierro, 2012, una suerte de memorias, de reflexiones sobre lo que es y lo que debiera ser la educación, destiladas tras una vida entera dedicada a su ejercicio. La mirada final sobre su profesión de un verdadero pedagogo (no debiéramos olvidar que el sentido primigenio de pedagogo es el que acompaña al niño, el maestro, el que está con él, y no esos tecnócratas que andan por las Consejerías y las universidades alumbrando cretineces implementables y competenciales, que lo único que han conseguido es arruinar la enseñanza), a lo que une, además, su reciente condición de abuelo.

Lo que ha hecho Ernesto es, sencillamente, un libro sensato desde la reivindicación de la sensatez, que pone en solfa toda la tontería pedagógica posmoderna, y que reclama algunas cosas que hemos olvidado: el respeto a los niños y jóvenes, que pasa por no pretender adoctrinarlos, sino instruirlos para que sean libres; el respeto a las familias, verdaderas depositarias del derecho a la educación, pero también la obligación de los padres de ejercer sus responsabilidades desde el sentido común; el respeto a la idea de que educar es fortalecer, inculcar virtudes universales, y ni ejercer con los niños ninguna forma de tiranía, ni consentirlos hasta hacer de ellos pequeños tiranos. Amor y pedagogía, en fin, como en el Unamuno al que ha dedicado alguno de sus estudios.

Pero, sobre todo, lo que Ladrón de Guevara pide es que la política se aleje de una vez de la educación. Que se deje de utilizar la escuela al servicio del nacionalismo. Un imposible en esta España vencida y en ese País Vasco conquistado por los herederos y los beneficiarios del terror y sus consecuencias. Su relato de cómo se está aniquilando, por la vía de los reglamentos, un modelo que no era de inmersión, sino que establecía tres vías lingüísticas, hasta convertirlo de facto en una inmersión en vascuence, debiera ser de lectura obligatoria para, entre otros, el señor Wert, que acaba –imperdonablemente vencido por la propaganda- de desperdiciar una ocasión irrepetible para cambiar la enseñanza española, y haber arrancado de las manos de los separatistas la imposición de la lengua como frontera.

Estamos ante un libro que tiene el valor de lo experimentado, de lo que es fruto del trabajo propio, de una vida entera luchando contra las mentiras y para la libertad. Un libro necesario y valiente, como lo es toda la trayectoria de Ernesto, tan profundamente vasco como para reconocer en él a un gran español.

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