Desmontar el socialismo

Si no advertimos que cuanto nos está pasando es, sobre todo, la crisis de un Estado que no podemos pagar, y de la mentalidad corporativo-social-nacionalista que lo ha hecho posible, no podremos encarar una solución duradera. En este sentido, la asfixia a que está siendo sometida la Región de Murcia por parte del Estado socialista y sus sindicatos enharinados, la única comunidad a la que se le ha negado refinanciación para su deuda, ha terminado por convertirse en un laboratorio que debería llevarnos a reflexionar no sólo sobre cómo salir de la asfixia, sino cómo impedir asfixias futuras.

Las claves, desde mi punto de vista, no están en la relación entre los pequeños estados autonómicos y el Estado central, ni en el signo político de unos y otro. Ni siquiera en la obvia prevaricación cometida por el Desgobierno Zapatero contra la comunidad murciana, negándole con triquiñuelas lo que da a los suyos, en lo que no es sino la culminación de siete años de desgracias que han terminado con el ahorcamiento público de una región a la que la izquierda le ha renovado con especial inquina la leyenda negra de “…ni murcianos ni gentes de mal vivir.” Ahora, los murcianos derrochadores, los murcianos especuladores, los murcianos del ladrillo, los murcianos como un pueblo que no ha trabajado nunca y que vive sobre un lecho de corrupción, los murcianos ignorantes que no votan al noble ZP.

Estrangulamiento y derrumbe social.
Que en estos días en que están empezando a salir a flote los ríos de mierda que riegan otras comunidades, sobre todo, qué casualidad, las social-nacionalistas, vaya a ser la Región de Murcia la que pase a la Historia como el modelo de la quiebra económica y moral de España, constituye una de las injusticias más sangrantes que nos haya tocado soportar. (Una más en esta España triste en la que unos territorios han vivido siempre enriquecidos sobre sus privilegios, mientras a otros sólo les quedaba la cansera, la resignación, la muerte en vida.) Y esto es, sin duda, un mérito de la izquierda murciana que nos ha conducido a dos pequeñas tragedias democráticas: que la alternancia, tan necesaria, resulte imposible; y que la memoria de lo que han hecho en estos años zapateros quede para siempre como ejemplo de traición e indignidad de unas fuerzas políticas (PSOE, pero también el resto de la izquierda) que se arrodillaron ante el detestable tiranuelo, antes que defender a su tierra y a su gente.

Tampoco está la clave en los errores cometidos por ese ahorcado –el Gobierno regional- que, con su imprevisión, su descontrol y su permanente cesión ‘centrista’ ante los sindicatos ha terminado por meter él mismo la cabeza en la soga de sus ahorcadores. ¿Cómo es posible que, conociendo a Zapatero, no previeran que les ahogaría, que sería implacable con una comunidad pequeña y enemiga a la que ha hecho siempre todo el daño posible, y magnánimo con las comunidades socialistas y con la Cataluña gobernanta de cuyas humillaciones y votos vive?

Zapatero está representando ante Berlín un Auto de Fe en el que Murcia es la emplumada, la que llevará ya para siempre encima el sambenito, el capirote de hereje financiera y corrompida de resorts a la que él, Santo Inquisidor de la Ortodoxia en el Gasto (no se me descojonen), está purificando como ejemplo para descarriados.

Sin embargo, el meollo de la cuestión, lo en verdad trágico es ver cómo el estrangulamiento de la Comunidad está llevando al derrumbamiento social. Eso es lo que, con su aviso de quiebra de muchas empresas si la Comunidad no paga lo que debe, han puesto de relieve los empresarios regionales: que no hay más sociedad que el Estado (y las Comunidades son su sombra en la caverna de Platón), que la dependencia del poder es tan absoluta que su colapso es el colapso de todos. Que carecemos, en fin, de independencia real frente a las administraciones, que empresas y ciudadanos están subvencionados o subsidiados o trabajan para quien subsidia. No sólo la cultura, que es hoy la parte más visible de un esperpento en el que quienes se declararon hace ya dos siglos emblemas de libertad, sobreviven a expensas del comisario de turno y jamás pusieron en cuestión el modelo mientras el flujo de ‘billetes’ fue continuo. El poder público lo ha penetrado todo.

El asunto duele aún más en una región como la de Murcia, que siempre supo buscar su camino y su prosperidad al margen de un Estado ingrato. Trabajando. Y hoy, al contrario, no hay asociación, cuadrilla, cofradía, peña, grupo, qué decir de las oenegés, sociedad recreativa, sindical, empresarial, médica o lírica que no haya crecido o se haya terminado por instalar sobre la adormidera del dinero público. La Comunidad ya no es sólo la primera empresa de la Región. Es la región. Y eso aquí, donde la Administración es de las más pequeñas de España y no hay diputaciones. Imagínense Andalucía, Extremadura, La Mancha, Cataluña, Galicia…

Durante treinta años no hemos construido un Estado democrático que se limitara a ser árbitro y garante de la igualdad ante la Ley de los ciudadanos y sus organizaciones libremente constituidas, sino un gigantesco multiestado socialista donde todo está pagado por él y, por tanto, regulado por él. Dependiente de él. Leviatán multiplicado, una hidra socialdemócrata sin fin, gobernada por unos o por otros, y de la que todos somos culpables.

La mentalidad socialdemócrata.
Así pues, lo que hay que desmontar es la mentalidad y la sociedad socialdemócratas que nos han destruido, y que al final no son otra cosa que lo que los comunistas, que las odiaban, sospecharon siempre: una especie de comunismo desnatado, desleído de todo su potencial revolucionario, para quedarse en iglesia administradora de la ruina del socialismo real y legitimadora de un capitalismo al que, no obstante, intentan socavar desde dentro cada vez que les entra la mala conciencia burguesa y regurgitan su desconfianza natural en el ser humano. Una mentalidad que no acaba en verdad con la injusticia, pero hace a los hombres creerse felices y benéficos por escribir duplicando el género de las palabras o comiendo sin grasas.

La socialdemocracia es esa gran farsa, cien años después de que tuviera algún sentido, en la que los ricos lo son cada vez más, mientras a los humildes se les engaña con teatrillos de igualdad y se les despoja de la fuerza y la ambición de cultura que podía llevarles a cambiar realmente su situación. Ahí es donde una educación facilista y adoctrinadora (la del PSOE-IU, indolente y ciegamente aplicada también por el PP) que no potencia, que no forja, que castra, constituye el arma esencial para la creación de personas dependientes que no esperen nada de sí mismas y lo confíen todo a la acción sabia y providente del Estado, la Comunidad, la Diputación, la Mancomunidad, la Veguería, la Junta territorial, el Consejo Insular, el Ayuntamiento o la Concejalía.

Unamos en el panorama a estas familias de hoy, sobreprotectoras, que sólo persiguen mantener a sus hijos como peterpanes pervertidos, no rebeldes románticos como el de Barrie, sino monstruillos socialdemócratas a los que jamás se les obligó a ganarse nada, y nos haremos una cierta idea de por qué los chinos, cuyos hijos dedican a clases y estudio de diez a doce horas al día, están comprando nuestras ‘púas’ y terminarán convirtiéndose en nuestros patronos.

Recuperación de la sociedad y regeneración democrática.
Lo que tenemos hoy es un Estado asfixiante y arruinado, enorme pero débil con los poderosos, sean regiones (Cataluña, Vasconia) o empresas, e implacable con los débiles, a los que usa para enseñar las garras de papel de un socialismo en agonía. Un Estado que aspira a imponer mentalidades y legislar hasta la intimidad, pero que carece de nervio y voluntad para hacer justicia. Un Estado a diecisiete, engendro metastásico que no parará de crecer y de entrometerse en nuestras vidas si no lo frenamos.

Y para ello hay que desmontar la educación desde la raíz, recuperar la enseñanza y enviar a los apóstoles de la irresponsabilidad y el paternalismo socialistas, pedagogos y psicólogos, a plantar patatas en la diversidad. Hay que devolverle a la sociedad su autogobierno, su independencia, su libre funcionamiento, bajar impuestos y eliminar subvenciones, adelgazar el Estado-estados para que su consumo no nos arruine otra vez, pero afibrarlo, fortalecerlo para que cumpla en verdad sus funciones: velar por la igualdad y el respeto a las reglas de juego, vigilar a los sinvergüenzas, sostener a los necesitados, meter en cintura al nacionalismo chantajista, atender sólo aquello que la iniciativa social no pueda y dejar en paz a la gente con su vida.

Hay, en fin, que recobrar la libertad y el protagonismo de la sociedad de modo que ni un nuevo comisario Zapatero sea posible otra vez, ni las dificultades financieras del Estado vuelvan a hundirnos a todos.

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