La nación cadáver

España se murió seguramente el día en que el patriotismo comenzó a ser considerado un adminículo reaccionario para ser suplantado por micropatriotismos regionales, es decir, reaccionarios, aureolados de progresismo. Ello suponía una curiosa inversión de lo mejor que hasta entonces habían hecho tanto España, con sus luces y sus sombras, en su deambular por la Historia, como la humanidad misma: caminar hacia el universalismo, hacia la consideración del mundo como patria común, nuestra raíz griega y romana, para cambiarlo por el regreso a la tribu, a lo pequeño, a las patrias jíbaras, a las fronteras, las lenguas como vías de incomunicación y los folklores como legitimación de las pequeñas dictaduras anunciadas. La misma palabra patria, aplicada a España, fue despreciada, confundiendo su utilización por el franquismo, con el patriotismo democrático de una nación que soñábamos abierta, libre, mejor, donde ya no fuera posible imponer a nadie más identidad que la del respeto a la ley y el derecho a discrepar de ella.

El patriotismo no es el refugio de los canallas, como se ha dicho, no puede serlo, porque consiste en poner el bien común por encima del propio, en trabajar por el progreso, la justicia y el bienestar de aquellos con los que convives y, en último extremo, de todos los hombres. El patriotismo decente es un sentimiento generoso que se fundamenta en que nada humano nos es ajeno.

Lo que sí es el patriotismo, precisamente por su nobleza, es el perfecto camuflaje de los canallas. Por eso desconfiamos de quienes se muestran excesivamente patriotas, como debemos desconfiar de cuantos santurrones se proponen ante el mundo como encarnación suprema de virtudes y sonrisas. De los virtuosos y los mosquicas muertas siempre hay que recelar, porque donde menos te lo esperas te sale un Zapatero, que ahí sigue, con visos de eternidad, imperator, después de haber aplastado a un PSOE centenario y haberlo convertido en un grupete de viajantes y viajantas de patrañas a su exclusivo servicio.

Y por eso me fío más de los individualistas, que hacen de las personas concretas el eje de su pensamiento y de su actuación, que de los colectivistas, que son quienes cometieron en nuestro siglo, el XX, los mayores crímenes que haya visto la humanidad. El individualista quiere la libertad para todos porque la quiere para sí.

Así pues, el patriotismo razonable, democrático, limitado, es decir, un mínimo de respeto e implicación en el destino de tus conciudadanos, de sentido de la responsabilidad compartida sobre aquello que nos es común y nos permite, precisamente, ser libres, constituye la sangre de las naciones, la garantía de su salud y pervivencia. Ha sido la satanización de ese patriotismo lo que ha hecho posible que a esta España -desvencijada y desangrada por tantos años como cadáver encubierto, como reina desnuda y muerta que casi nadie quiso ver para no ser excluido- le hayan brotado como guíscanos tras la lluvia nuevas naciones que la negaban y camadas de sinvergüenzas que la expoliaban. En la mayoría de los casos, gracias, justamente, a esas nuevas patrias fervorosas a cuyo amparo era mucho más fácil hacerse una carrera y una fortuna. Las autonomías hicieron bandera del desprecio a la idea de una España para todos, adoctrinaron en la ignorancia del pasado para levantar falacias que las justificaran, legitimaron la desaparición del Estado y sus controles, multiplicaron la corrupción y desarmaron cualquier posibilidad de réplica contra ese sistema de depredación de lo común que hoy nos estalla arruinados y atónitos.

Sólo esa conjunción de desarme e ignorancia puede explicar la ausencia absoluta de reacción, por ejemplo, ante la anunciada nueva Ley de Educación catalana, que erige un sistema educativo separado en lo esencial, soberano, y consagra el monolingüismo en la enseñanza, relegando a la lengua mayoritaria en Cataluña, que es la española, a una consideración menor que la del inglés. Es decir, lo que ya hay, pero que corría cierto riesgo en caso de que alguien hubiera decidido hacer cumplir las actuales leyes o las sentencias del Tribunal Supremo que exigen la libertad de elección.

Era un riesgo pequeño, por supuesto, pues en las autonomías finas, si ellas no quieren, no hay nadie que pueda hacer cumplir una ley, ni propia ni mucho menos del Estado, cuando hasta las policías y los jueces dependen de los gobiernos locales. ¿Qué se podría hacer? ¿Mandar los tanques? ¿Qué tanques? Ni es tiempo de tanques, ni hay tanques posibles cuando se ha dejado perder la razón, cuando ya no hay nación que defender. Mañana podría declararse la secesión de cualquier región española, como se está haciendo pausadamente en Cataluña gracias al Estatut, y no haríamos nada, niente, res. Entre otras razones, no lo olvidemos, porque el encargado de hacer algo, Zapatero, ha sido el verdadero impulsor de ese estatuto de inauguración nacional.

Las palabras de De la Vega, sosteniendo una vez más que no pasa nada, que el castellano está garantizado y bla, bla, bla, cuando sus amiguitos nacionalistas del PSC llevan años saltándose a la torera el marco educativo español, no son más que la muestra del refinamiento alcanzado por el PSOE en cuanto a cinismo y desvergüenza. Esa capacidad para negar lo que está ocurriendo delante de nosotros define la verdadera naturaleza del poder, lo que siempre caracterizó a la autocracia: la definición del mundo. La realidad es lo que nosotros digamos. Todo es indiferente salvo el poder mismo.

Por eso puede ocurrir que lo que se defiende en el País Vasco para llegar al poder, se niegue en Cataluña para lo mismo. Con España de cuerpo presente, sin alma, desal(r)mada una vez más en nuestra triste historia, lo único que importa es quién manda, no para qué. Él es ya su única patria.

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