De guasa y oro (¡Joder, qué tropa!)

Quiero hacerles partícipes de una grave preocupación que me aqueja desde hace ya algún tiempo. Intento escribir en serio, de rabia y oro, pero no lo consigo. No consigo tomarme en serio a España. Se me carga la mano sin que yo quiera hacia el astracán, la sal gorda. No alcanzo siquiera la ironía, sino sólo la burla, la chanza, la quevedesca exageración. Ver a mi país, ‘con quien tanto he amado’, hundiéndose en una crisis económica cuasi barroca y, sobre todo, en una desidia moral abotargante, ya no me produce más que risa. Debe de ser una reacción anticipatoria de algún delirio que me acecha irremediable.

El caso es que por las mañanas, en mi trabajo, aún aguanto: frente al descorazonamiento que me produce la enseñanza española, la cobardía y nadería intelectual de casi todos los que la dirigen y el envilecimiento creciente de los que la sufren, he decidido levantar una empalizada imaginaria consistente en seguir diciendo y escribiendo lo que pienso, avisando inútilmente de una ruina que hace ya muchos años que nos devora y que se dirige hacia sus últimos objetivos militares: aplastar la escasa excelencia que queda en la universidad y exterminar la enseñanza media con el máster sobre el que los pedabobos alzarán obeliscos que conmemoren su triunfo.

Pero por las tardes, me descojono. Antes leía la prensa, me asomaba a los digitales, tomaba notas, escribía. Pero hace meses que mi cerebro ha sido ocupado por una única sentencia, “¡Joder, qué tropa!”, que es lo que dijo el Conde de Romanones el día en que, después de haberle prometido todos los académicos de la Real de la Lengua que iban a votarle para el ingreso en la Academia, no recibió un solo voto. “¡Joder, qué tropa!”, es lo único que se le ocurrió al hombre al saberlo, y lo único que me ocupa a mí el lóbulo donde pijo viviera antes la razón. Y me deshuevo, les juro que me parto de la risa cuando pienso en el bandido que nos gobierna, echando embustes como una máquina de palomitas, mientras los corderos cómplices se tienen a sí mismos por muy comprometidos y dirigen sus iras airadas contra Israel, ese fistro de herejes que siempre tuvimos a mano para calmar nuestra saña sin tener que cortarnos la cabeza entre nosotros. Pero joder, qué tropa, cuando siguen prietas las filas al que les vende armas a los malvados judíos, pero les dice que son para tirar al aire en las fiestas de guardar.

Y joder, qué tropa, es en verdad lo único que se me ocurre viendo a la supuesta oposición echarse bombas fétidas unos a otros, como hacíamos en mi bachillerato (aquel tiempo inhóspito y absurdo, una era anterior a la salvación psicopedagógica, en que se creía que para aprender a pensar era necesario, y previo, tener algunos conocimientos sobre los que hacerlo, no como ahora, que van a enseñar a pensar a los alumnos sin tener ni zorra idea de nada), mientras sus adversarios retransmiten la batalla y hasta les facilitan la munición.

Joder, qué tropa, cuando recuerdo que el Tribunal Constitucional lleva años para decidir sobre un ‘Estatut’ de los cojones que es inconstitucional desde el prólogo. O cuando La Voz Profunda de los Ojos Glaucos, temible con los débiles y amable con los poderosos, recibe a los presidentes de las Españas, con sus dos banderas siempre, como si se tratara de mandatarios extranjeros, y les hace a cada uno un fondo a la medida, y salen todos tan contentos de estos enjuagues institucionales que aceleran la desaparición de un Estado deshuesado sólo para contentar a la sanguijuela catalanista. Seguiría. Hay tanta tropa. Mañana nos quitarán el agua, pero saldrán en la tele diciendo una cosa y su contraria para regocijo de social-sofistas de diseño frío.

España se nos impone hoy como un enorme sainete, un espectáculo de bomberos toreros, bandas del Empastre, tancredos con aspecto de notario gallego y títeres de cachiporra donde el demonio sale siempre rodeado de un coro de cómicos muñecotes y orondos ricachones que le aplauden las gracias. Es un auto sacramental donde nadie tiene fe, un misterio teológico sobre la inanidad y el desmoronamiento, una vez más, de una vieja nación que vuelve siempre a destruirse a sí misma por una extraña pulsión que se me escapa. Hay algo oscuro en nuestra historia, una suerte de fatalidad, un extremismo de las emociones que nos hace pasar del entusiasmo exaltador al seguimiento servil de gobernantes miserables que sólo buscaron su propia supervivencia. No sólo es ese “joder, qué tropa” que nos resume seguramente mejor que cientos de tratados, sino aquel fernandino “Vivan las cadenas” con que una nación amante de los caudillos vuelve recurrentemente a sentir placer en el engaño. A entregarse al chulo que la halaga mientras la saquea. Vivan los nuestros, gritan los nuevos majos, aunque nos estafen. Una naturaleza taurina que nos hace gustar de los impostores, de los burladores, cuya génesis literaria y psicológica nos debe el mundo.

No encuentro ya otras razones para este circo de jueces, políticos, banqueros y gobiernos instalados en el expolio de lo que fuera un pueblo y hoy ya no es más que una masa disgregada y ciega. Pero ya no me duele. Pienso “joder, qué tropa”, y me río, me voy riendo por las calles como un ánima extravagante, como tantos españoles que tuvieron que refugiarse en un retruécano para sobrevivir. De guasa y oro.

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