Los niños y los muertos

Muchas veces tengo la impresión de que estamos criando a nuestros hijos como a animalitos de granja, ‘cochiniños’ a los que engordamos y mantenemos rebozados en una idea de la vida que ha de servirles para cualquier cosa menos para vivir. Al menos para vivir en plenitud, o con la noción de la plenitud que nosotros heredamos: la de la intensidad de las emociones, de las pasiones, de la alegría, pero también del dolor y de la pena. Todo lo que ha sido eliminado de la formación de nuestros niños, hiperprotegidos no ya físicamente, sino aislados de cuanto sea moralmente fuerte, intenso, de una percepción de la belleza ligada al riesgo y a los sentimientos verdaderos.

Lo que la corrección política -que no es otra cosa que un catálogo de censuras dirigidas por memos- ha impuesto en nuestra educación y en tantas familias es que a los niños hay que criarlos en la inanidad, la blandura, la burbuja aséptica de la que haya sido excluida toda épica, una especie de cuentecito eterno sin bien y sin mal, sin error ni culpa, sin decisión ni responsabilidad. Una crianza para un mundo feliz y sonriente, perfecta para que integren ejércitos y piaras de preciudadanos integrados en el pensamiento único y todos sus tópicos biempensantes. Para que renuncien, por ignorancia, a una conciencia radical como individuos, y para que confundan la libertad con el nopensamiento de todos esos ‘colectivos’ que no son sino manifestaciones de una hidra mayor, de un proyecto de humanidad masticable y despojada de sus atributos esenciales: el respeto a la vida y a la muerte.

Antes los niños íbamos con nuestras familias a visitar y honrar a nuestros muertos, a limpiar lás lápidas, a cubrirlas de hermosas flores, a recordarlos. Y, sobre todo, a heredar una historia. Eran días en los que se volvía a hablar de los abuelos, aunque no los hubiéramos conocido (o precisamente por eso), y de los padres de sus padres, hasta donde llegaba la noticia familiar. Presentarte ante tus antepasados, siendo niño, era algo así como empezar a hacerte cargo de ti mismo, de un decurso que debías conocer para poder gobernar tu propio futuro. Era compartir con tus padres su tristeza, su memoria y su dolor. Era tener derecho a sentir y a saber que muchas veces esas mismas penas y tristezas habrían de acecharte y acaso sólo la fortaleza aprendida podría venir en tu auxilio. A los hombres hay que prepararlos y familiarizarlos con la muerte para que no la teman.

Hoy hemos expulsado a la muerte de nuestra realidad y de la crianza de nuestras criaturas. Se la hemos escondido sin advertir que con ello también les escondemos el sentido más hondo de la vida, si alguno tiene. Resulta paradójico que la ideología dominante, la del mundo feliz de Huxley, cada día más real, defienda la exhaustiva información sexual, incluso a edades anteriores a los diez años, y la muerte de todos los mitos de la inocencia, como los Reyes Magos, el Ratón Pérez, las Cigüeñas o el Ángel de la Guarda, y luego se empeñe en su literatura y en su práctica en ocultar toda verdad radical y, con ello, la existencia de la muerte irremediable.

Las prescripciones de eso que hoy nos llega por todas partes, pedagogías, libros de autoayuda, psicólogos de carril, medios audiovisuales, administraciones, van dirigidas no ya a la exaltación de la nada, que algo sería, sino de la vacuidad total, un agujero negro de estupidez que podríamos definir como la “no nada”. Enseñar a enfrentarse a la idea de la nada, de lo que nos hablaba a nosotros don Francisco Martínez Mirete, nuestro profesor de Literatura, era una propuesta de experiencia radical que hoy podría producir graves traumas psicológicos a la juventud ‘dolible’ e inadvertida. Así que lo mejor es no enseñar a enfrentarse a nada, crecer en la “no nada” sobre el sofá de diseño y la pizza-hut.

Si hay algo que revele este cambio inducido ha sido la sustitución del Día de Todos los Santos por el Jálogüin anglosajón. Por la banalización absoluta que supone, además, un trasplante que sólo nos llega como frivolidad carente de tradición y, por tanto, de sentido. Sólo una excusa más para que nuestros niños y jóvenes puedan refugiarse de la idea de la muerte y consuman, consuman, consuman como la única vía que les hemos transmitido para la fiesta y el juego.

Ayer no había apenas niños en los cementerios. Ni casi jóvenes. Es preferible que se queden en casa con la consola, que para eso es casi una consoladora, una consoledad, qué cosa más desagradable eso de los muertos. La anestesia general es hoy el horizonte moral de una sociedad embrutecida sin saberlo, que sólo sueña en escapar de sí misma. O que ni siquiera sueña, sólo pasta en las granjas de alta definición donde nos engordan para una muerte indolora.

Pero la vida duele. Y si no enseñamos que duele no podremos enseñar a soportar el dolor, a fortalecernos con él. A nuestra desentimentalizada juventud de hoy deberíamos hacerle saber que nuestros muertos no se tapan con una calabaza, y que nos dolerán siempre. Y también que ese dolor es, tal vez, el único consuelo que nos queda por haberlos perdido.

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