Yo sobreviví al ataque de una mantarraya

A un amigo y colega de profesión le atacó un león en la sabana africana y sobrevivió de milagro. A otro, un lobo de mar que daba la vuelta al mundo en su velerito, le mordió un tiburón en el culo cuando estaba buceando en Costa Rica y también vivió para contarlo. Ahora podré contar a mis nietos que he sobrevivido al ataque de una mantarraya, y demostrarlo con documentos.
Llevaba casi cinco semanas sin aparecer por urgencias, en concreto desde que fui atacado por una avispa, víbora o medusa (nunca lo sabré) en un prao burgalés (ver Antonio y su GPS). Cinco semanas es mucho tiempo, así que ayer rompí esa racha cuando llegué hecho polvo tras ser salvajemente atacado por una raya que me clavó su aguijón. He de aclarar que no culpo en absoluto a la raya, que estaba tan tranquila echando la mañana en un banco de arena cuando yo la arponeé con la clara intención de comérmela, a la plancha y con un poquito de ajo y limón.

Quiero dejar claro que no tiene el menor mérito pescar una raya, salvo ser capaz de verla ya que casi siempre está semienterrada en la arena. Hacerse con ella una vez arponeada es otra cosa, sobre todo si estás a un kilómetro de la playa por la que te has metido en el agua. La última raya que pesqué fue una “tembladera» de siete kilos y no tardé en descubrir por qué se llama así cuando me soltó una descarga a través de la flecha de acero y de un agujero que tenía en el guante de aproximadamente unos 400.000 voltios, voltio más, voltio menos. Luego limpiarla me llevó toda la tarde y puse la sala de operaciones -o sea, la cocina- tan perdída que casi me cuesta el matrimonio, no diré más. Pero la raya cocinada en las brasas de una barbacoa estaba muy buena, todo hay que decirlo, aunque ese día decidí que se acabaron las rayas.

Yo no había comido raya en mi vida, hasta que hace ya muchos años en la isla de Cabrera unos pescadores me enseñaron lo buenas que están adobadas con ajo y limón, rebozadas con un poco de harina, y fritas. Luego una pescatera mallorquina me enseñó la receta de la raya en papillote (adobada y hecha al horno envuelta en papel de plata) y la verdad es que desde entonces no me puedo resistir.

Vaya por delante que si pesco un pez es para comérmelo, y ayer la cosa iba bien. Había pescado un salmonete y también con el mismo arponazo un sargo y su hermano pequeño que estaba detrás. Así que cuando vi la raya, que encima era de las que no dan calambre, me fui a por ella. Como estaba tan lejos de la playa decidí ponerla en el colgador de peces que llevo en la boya que arrastro cuando estoy pescando. Craso error. La raya se revolvió en un santiamén y con un aguijón que lleva oculto en la cola me atravesó el traje de neopreno, el guante y la muñeca. Difícil de explicar el daño que me hizo.

Pero yo pensaba que la cosa no pasaría de ahí y salí como pude del agua para hacerme con ella de manera más segura en unas rocas, meterla en una bolsa que siempre llevo en la boya y poder seguir pescando. A los cinco minutos la mano me dolía tanto que tuve que olvidarme de seguir pescando y tiré para la playa tan rápido como pude. A toro pasado menos mal que lo hice, porque a los pocos minutos estaba hecho polvo. Un paisano venezolano que pasaba por allí me ayudó a quitarme el traje, y se quedó muy impresionado con mi estado ya que estaba blanco y tenía la mano izquierda completamente inútil. Como pude recogí los bártulos, me metí en el coche y me fui hasta el ambulatorio a donde llegué, no se muy bien cómo, en unos quince minutos y con un dolor insoportable.

Poco después y tras meterme la mano en agua muy caliente, ponerme una vía en la otra muñeca y meterme un coctel de antiinflamatorios, analgésicos e antihistamínicos, la doctora, previa consulta con colegas más expertos en el tema, decidió metereme en una ambulancia y acompañarme al hospital comarcal para permanecer en observación 24 horas. Fuimos con sirena y todo, como en las películas.

Aunque soy sobradamente conocido en ambulatorios de toda España (ver cómo me pesqué a mismo en Mallorca), en este ambulatorio en concreto soy inmensamente popular: acudí primero con ambos pies achicharrados en una barbacoa (es una historia muy larga y harto complicada). Después pasé por allí con un tajo que necesitó ocho puntos de sutura en una rodilla y que me infligí buscando una bola de golf entre los tomates de una huerta (también es una historia larga y compleja y, ojo, el golf practicado cerca de huertas de tomates es un deporte de alto riesgo). Más tarde fui con un cólico nefrítico y en otra ocasión con una intoxicación alimentaria. En fin, que ya me conocen y me saludan por mi nombre. Pero he de decir que lo de la ambulancia y el hospital fue una novedad para mi.

Una vez en el hospital me acomodaron en lo que llaman un box, como los de los caballos pero con pacientes separados por cortinas. En concreto la de la derecha era una señora que debía estar enchufada, ya que tenía visitas continuamente y no paraba de rajar un segundo, mientras que a mi Pilar sólo le dejaron entrar veinte minutos. A la izquierda había un feligrés que no debía estar muy bien tampoco, ya que en vez de pedir ayuda decidió levantarse de la cama y hacer aguas menores en el suelo, con el consiguiente cabreo de las enfermeras.

En medio de ese ambientazo, y cuando parecía que mi situación clínica estaba estabilizada la cosa empeoró drásticamente hasta el punto de que pudo haber sido catastrófica. Y todo por no molestar. El caso es que para poder echar una cabezadita aprovechando el alivio del dolor y el colocón que tenía decidí levantarme arrastrando el gotero y poner yo mismo la cabecera de la cama en posición horizontal. Fue un craso error ya que tras muchas manipulaciones en los complejísimos mecanismos dejé la cama mucho peor de lo que estaba y con un ángulo de más de 30º. Era imposible mantenerme en la cama en esas condiciones, ya que me escurría hacia abajo, así que cuando al final vino la enfermera me dijo que era mucho mejor que no tocara nada y me contó la historia espeluznante de un paisano que había intentado hacer la misma maniobra que yo, pero sin levantarse de la cama, y había salido despedido estampándose contra la pared. Vamos, que al pobre le atacó la cama, como a mi la raya. No pregunté más detalles pero me temo lo peor, que Dios le tenga en su gloria. Y es que las camas de hospital son muy complicadas y muy traicioneras para los no iniciados.

Eran las cinco de la tarde y yo llevaba desde las nueve de la mañana sin probar bocado y además había estado más de dos horas metido en faena en el agua. Así las cosas me trajeron un catálogo de todo lo que los médicos recomiendan NO comer: yogur y mermelada nada naturales, bollería industrial y cafe con leche y azúcar. La verdad es que lo agradecí mucho. Pero mucho más agradecí cuando apareció mi mujer, que es una santa, con unas hamburguesas hechas por ella que estaban de muerte y devoré en un visto y no visto, síntoma inequívoco de mi plena recuperación.
Eran las ocho de la tarde cuando me soltaron con un informe que eleva muchos enteros la épica de mi pequeño percance: «Picadura de manta-raya».

Cuando volaba de instructor en Florida había una época en que las mantarrayas se acercaban a la costa y se veían perfectamente desde desde el aire: eran más grandes que mi avioneta. De hecho miden más de ocho metros y pesan tonelada y media, así que no quiero ni pensar el disgusto si me pica una mantarraya de verdad, que seguro que tiene un aguijón tamaño misil. Si mi raya me estropeó el día esa me estropea toda la semana.

Por cierto que la raya nos la hemos comido hoy y estaba como para ponerle un piso. Así que por mi parte considero que ella y yo estamos en paz.

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Autor

Enrique Zubiaga

Soy un aviador vasco que he visto mucho mundo y por eso puedo decir alto y claro, y sin temor a equivocarme, que tenemos un país increíble y que como España en ningún sitio.

Enrique Zubiaga

Soy un aviador vasco que he visto mucho mundo y por eso puedo decir alto y claro, y sin temor a equivocarme, que tenemos un país increíble y que como España en ningún sitio.

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