Bubble bulb o el primer crack económico (Países Bajos, 1630)

«Ninguna flor iguala mi esplendor» (Théophile Gautier, La Tulipe)

Será el luminoso tulipán perfecta metáfora del vanitas vanitatum omnia vanitas, primeras palabras del Eclesiastes (vanidad de las vanidades, todo es vanidad)?

Lo cierto es que esa desmedida pasión floral y las inesperadas consecuencias que desató en una pequeña nación próspera crearon el primer krack financiero conocido, el “bubble bulb” o burbuja del bulbo y un letal “windhandle” (literalmente negocio del aire), precipitando al abismo económico gran parte de su sociedad. Esa brutal crisis sin precedentes, de increíble envergadura, inspiró la sombría cromática del austero Philippe de Champaigne, pintor franco-belga, representando bañados de mortecina luz blanquecina, una calavera y un sablero juntos al culpable, el hermoso tulipán reposando sobre un altar de madera.

El tétrico mensaje pictórico, cuya contemplación suele provocar un profundo malestar, es claro: para nosotros, los humanos, cualquier regocijo y posesión mundanos son vanos y abocados al fracaso por nuestra misma terrible condición: ineluctable destino final al ataúd para nuestro cuerpo mortal, compensado por vida eterna entre nubes a la derecha del Padre Eterno (ojo, sólo si nos hemos portado bien).

Dicha expresión artística, llamada Vanitas, refleja nuestra fragilidad y fugaz paso terrenal, recuerda al latino memento mori (“acuérdate de que vas a morir”) y plasma su crudeza mediante ciertos símbolos inventos de la actividad humana: instrumentos científicos, libros (vanidad de los saberes), sablero, esqueleto, flores (carácter transitoria de la existencia humana) y resurrección (altar, coronas, crucifijos…)

¿Pero, por qué retratar esa flor y no otra? En la jerarquía botánica, por hermosa que sea, nunca ocupó el trono reservado a la rosa-reina, su espectacular cáliz carece de enloquecedor perfume y en sus albores, en nada se parecía a los impactantes ejemplares nacidos de las modernas destrezas hortícolas.

Entonces, ¿qué extraño embrujo y castigo celeste encierra el inocuo bulbo de Tulipa gesneriana L., oriundo de los montañosos Pamir e Hindu Kush, allá por las rudas estepas kazakies?

La clave estaría en su belleza superlativa, extrema rareza primigenia y fascinación codiciosa que despiadadamente ejerció entre pueblos de latitudes variadas. Para entender su empozoñado poder, extraña crónica y descomunal caos que sembró en seis días en un estado rico, veamos su hoja de ruta.

Empezaremos por la Persia del siglo X que la adoró tal ídolo floral, plagó profusamente su famoso parai daza (paraíso terrenal o jardín), alfombras, arte, palacios y lugares de culto con su esplendor.

Seguiremos en la Turquía de Solimán El Magnífico, quien, subyugada por sus incandescencias sedosas y cimbreante porte de maniquí floral, rodeó el tulipán de lujos disparatados, infinitos cuidados y mimos desmedidos. Ni esmeraldas gigantes, ni perlas de sublime oriente, ni siquiera diamantes centelleantes: la joya más refulgente de su tesoro y corona fue esa flor.

Pasen, pasen y vean: prohibió comercializarla fuera de Constantinopla, en Topkapi la vigiló, tal amante celoso, una permanente guardia pretoriana, su hurto significó exilio (peor que tortura o muerte en dicha época), se catalogaron sus variedades y su disfrute, así como su plantación, se reservaron a los pudientes jardines aristocráticos. Además, los coquetos sultanes, creando tendencia y figura de fashion victim, adornaron sus casas y trajes de motivos a su gloria.

Cada primavera se le dedicaba una suntuosa fiesta, donde instalado en innumerables vasos de opálo, plata, oro o cristal, el tûlbend, símbolo del imperio otomano y calco vegetal de su turbante, podía verificar su extraordinario poder de convocatoria y baremo de seducción, piropeado por lo más granado de la sociedad imperante vestida con sus luminosos colores.

En la actualidad, la puntual celebración sigue viento en popa, con 23 millones de corolas eclosionando al tibio abril estambuleño, donde el moderno tulipán monta su propio festival, exhibiendo fina estampa y multicolor poderío cromático al personal fascinado por ese deslumbrante despliegue, exquisitas disposiciones florales y sofisticadas formas.

Derviches y fieles musulmanes, emocionados por la peculiar hermosura de ese astro de pétalos, lo llamaron lalêh, dado que en su modestia, la flor inclina su hermosa cabeza hacia su Creador. Siempre generoso, Allah le concedió igual número de letras que Su Nombre, permitió cincelarla al cerúleo cielo de sus mezquitas, vidrieras, columnas, paredes de bazares y palacios. Ya divino, el bulbo gozó de una connotación sagrada y mítica dimensión religiosa.

Capítulo romanticismo, la peculiar colocación de sus pétalos inspiró los enamorados. Por tanto, se utilizaron para transmitir diminutos mensajes y expresar con su cromática, la intensidad de sus sentimientos: a tulipán amarillo, amor sin esperanza y vestido de rojo, pasión. De ahí derivó el primitivo código floral turco o selám.

Lógico, ¿no se murmuraba que era una reencarnación botánica de una princesa armenia, quien, desesperada por la ausencia de su novio, se precipitó desde los altos de un barranco? Como resultado, de su sangre juvenil brotó el primer tulipán rojo pasión, prueba de su amor incondicional. Celebrada por los poetas, citada en las Mil y Una Noches, por ende la coronaron flor nacional, título emblemático que la moderna Turquía sigue otorgándole y el Irán actual también.

Tampoco la gastronomía escapó a su influjo: sus bulbos marinados y laminados se consumieron como hoy día los pepinos en vinagre, en vino tinto se recomendaron contra el tortícolis, crudos cuajaron la leche, hervidos, tostados o reducidos en puré o sopa, llenaron más de un estómago hambriento con su sabor a castaña amarga y podrida. Hay de todo en la vid del Señor…

A pesar de tal excelso trato, todo era poco para el ambicioso tulipán. Dio el salto a la Europa decimoséptima, donde culto a la Diosa Flora y gabinetes de curiosidades conocían un auge desmedido sin, vaya escándalo, su distinguida presencia.

Para tal cometido, necesitó de un emisario trotamundo. Empleando kilómetros de campos y encantos a fondo, deslumbró en Andrinople a Ogier Augier Ghislain de Busbecq, embajador en Turquía de Fernando I de Habsbourg, Emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico. Fascinado por esa “flor de invierno gozando de los más excelsos cuidados», la describió en su obra “Itinera Constantiopolitanum et Amasianum”. A continuación, llevó como oro en paño en 1554 unos de los preciados bulbos a Viena, donde la noticia bomba aglutinó a la elite botánica imperante.

El herborista suizo Conrad Gesner asoció el tulipán al lirio rojo y la curiosidad exótica, rodeada de mágicas leyendas, contó por tanto con una parentela exquisita. Arrasó en la Corte Imperial y en Venecia donde ciertos merchantes poseían unos bulbos. De ahí pasó a Bélgica (1562), Inglaterra (1578) y Francia (1608). Fue en tierra gala, que mediante moda, pijerío imperante y esnobismo, empezó su escandalosa carrera, desatando pasiones descomunales y primeras especulaciones. Así nació la Tulipomanía.

En efecto, bajo el sol del Gran Siglo francés y de su monarquía absoluta, la Diosa Flora estaba en voga. La «stravaganza» bucólica invadió el decorado de las casas aristocráticas: los «apartamentos» se pintaron de «violeta», «malva», «verde pistacho», «amarillo melocotón», las arabescas vegetales zurcaron techos, mobiliario, tapicería, porcelana, cristalería. Alfombras y tejidos se plagaron de motivos florales. Ropa de casa, cortinas, cojines, cabellos, cuerpos y maquillaje se perfumaron de polvos florales especiados. Tampoco escaparon a esa momentanéa locura global manjares, tisanas, vinos y licores.

Toda una industría dedicada a ese novedoso arte grácil nació en la dulce Francia. Entre tanto canto a la Madre Naturaleza y fiestas galantes abarrotadas de apabullantes arreglos florales, el triunfante tulipán lució palmito prendido al escote de las más distinguidas damas, quienes, por su exotismo extraño, lo apreciaron más que cualquier deslumbrante gema. Así imperaban los cánones capitalinos y ninguna señorita minímamente preocupada por el diktat de la moda salía a la calle sin su preceptivo ramillete de última tendencia.

Excesos de flores, artificiales o no, brotaron en zapatos, bajos de los vestidos, todo el vestido, camisones, camisas, velos, guantes, bolsos, largas cabelleras, moños, sombreros y carrozas. Su codificada selección y disposición respondían a una estrategia coqueta focalizando una sola meta: exaltar los encantos femeninos y el preciado nácar de su tez. La atornasolada sedosidad del pétalo de tulipán prestándose idealmente a esa delicada tarea, París, a su turno, se rendió entero a su poder.

La mujer, flor animada entre las flores y los caballeros, uniéndose al colorista derroche perfumado, seguieron dicha tendencia, precursora del sobrecargado rococo que Madame Pompadour y María Antonieta adorarían. Se gastaron a espuertas absurdas sumas colosales en el tulipán, que cumplió con celo su función de icono lujoso en una fracción vanidosa de la sociedad, codiciando la posesión de selectos símbolos resaltando su privilegiado estatus mundano.

Hoy día, son islas y avionetas privadas, yate en Mónaco, jaguar a la puerta del Ritz, Vuitton, «Manolos», Dior o rolex exclusivos los “trofeos” que exhiben los hiper ricos, todavía en activo a pesar de la crisis galopante. En el siglo XVII, fueron gabinetes de curiosidades, libros, herbarios, mansiones enormes, jardines imponentes albergando carísimas colecciones de plantas singulares, tropeles de servidumbre para cuidarles y sobre todo la flora exótica, los máximos anhelos de la gente adinerada.

Y claro, ese “jamais vu” (jamás visto) tan rebuscado, lo exhibía el elegante tulipán. Hipnotizó por doquier y, dada su escasez, subió su cotización como la espuma.

Un sólo bulbo podía constituir la dote de una novia. Lo llamaron atinadamente “Boda de mi Hija”, mientras otro se vendió al trueque contra una fábrica de cerveza. Se intercambiaron sumas desorbitadas para hacerse con esa carísima fantasía. Hacia 1615, cuando el nuevo juguete bulboso igualó el precio del diamante, arrancó de lleno la primera fiebre tulipomaníaca.

El fenómeno francés viajó a Flandes e invadió unas húmedas tierras septentrionales, cuyo clima resultaría ideal para su cultivo: el tranquillo Reino de los Países Bajos, inmerso en su Edad de Oro. No por mucho tiempo más: el tulipán, calentando raíces y con look estrátegicamente cambiado, embrujó colectivamente a su rígida población, mayoritamiente calvinista, recién liberada del yugo español e intelectualmente a años luces de los escándalosos caprichos y frivolidades católicos.

Con esos mimbres, la flor enloquecedora escribió otro sorprendente capítulo de su agitada biografía donde estuvieron realmente todos los que eran: aristócratas, literatos, campesinos, negociantes, necios, especuladores, primer mercado de valores, codicia, avaricia, Dios y sus pestilentes castigos, pulgón muy vulgar, bancarrota patria y naturalmente, su irresistible bulbo. Continuará…

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Autor

Marie José Martin Delic Karavelic

Marie José Martin Delic Karevelic, apasionada periodista culinaria autora del blog ‘Fogon’s Corner’ en Periodista Digital.

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