Siempre deseé poder algún día inspeccionar sin prisa el aeropuerto de Santo Domingo. Ahora me llega la oportunidad, a la espera de la llegada con retraso de mi vuelo de Air Europa que me ha de transportar a Madrid y ulteriormente a Barcelona.
Cómodamente sentado en la cafetería criolla de la planta baja disfruto del wifi gratuito aeroportuario, de un aire acondicionado bien regulado (¡esto es noticia!) y del relax proporcionado por una jornada con breve baño en piscina y opípara comida en el malecón, frente al mar, en el establecimiento La Parrilla, a pocos metros del Hotel Catalonia.
El malecón capitalino está ciertamente mejor que hace unos años. Alguna esporádica pareja de turistas camina desafiando el calor de la tarde. Observo de vez en cuando una patrulla policial en motocicleta. La carretera es ruidosa pero en sí la tarde es queda. Los bocinazos acribillan el aire pero no más que en otras ocasiones. Los sábados de Santo Domingo tienen un tráfico menos tormentoso.
Cuando anochece percibo -ya en el taxi rumbo al aeropuerto- la gente que pasea por el malecón, mal iluminado, con sus claroscuros, sus sombras y su gentío a veces enigmático. Pero ya no me impresiona como en mis primeros viajes. No me asusta. Estoy acostumbrado. Lo veo normal. Es lo que toca. Al igual que las piruetas de algunos coches. Rozan el lamerse la chapa pero evitan el contacto. Tienen un atrevimiento aparente pero diríase que dominan el código secreto de saber los límites de sus audacias.
Sin duda esta ciudad y este país prosperan. Posiblemente en lo social menos de lo que debiera a tenor de lo acuciante de algunas de sus necesidades. Pero se percibe también vigor empresarial, hay noticia constante de gente que hace cosas y de administraciones que convocan al buen ejemplo y la cortesía ciudadana
Ojalá llueva algún día café realmente para todos y sepan repartirlo.
(Dejaré este país en las próximas horas. Pero soy sabedor de que no es la última vez).