Aterrizo en Santo Domingo con un cielo dramáticamente rojo. Cae la noche y, tras salir del avión, los olores consabidos del aeropuerto, el flemático sellado de pasaportes, el zumbido de taxistas a la salida a la caza de oportunidades y la impenitente humedad dominicana.
(Siempre que regreso a Dominicana me viene a la memoria el difunto amigo mallorquín Alfonso Dicenta, sus sabrosas anécdotas, sus enfados bondadosos para con los autóctonos y su rectitud ante la vida en un entorno plagado de desviaciones y atajos en la lucha por medrar-los unos- o purament sobrevivir-los más).