Ayer fue uno de los días con mayor decaimiento que recuerdo, hoy felizmente superado. Y me pregunto porqué. Quizá el intenso calor barcelonés, una noche mal dormida, el exceso de cloro en la piscina, un cierto exceso de peso que la canícula pone en evidencia o las secuelas de tres infusiones de hinojo que tomé en 36 horas por algunos ardores de estómago. Quién sabe.
Los decaimientos, en mi caso, son muy esporádicos y felizmente pasajeros. Pero lastran. Uno se arrastra como si nada tuviera sentido, respirar se hace arduo y la fuerza de voluntad se hace trizas. Es desagradable.
Por contra, el post-decaimiento resulta renovador, te hace valorar el estar bien y recordar que ese bienestar no es un derecho adquirido sino que hay que ganárselo. Día a día.