Llevo 9 semanas de estudio de la lengua sueca y me complace poder ya entender buena parte (con la ayuda del diccionario) de las portadas de los diarios. Pero no ha sido un aprendizaje siempre lineal.
Recuerdo una cierta incomodidad en mis primeras semanas, incluso un cierto desasogiego mental de madrugada: me sentía raro. La lengua era más una intrusa que una invitada. Mi cabeza parecía -lingüísticamente hablando- el camarote de los hermanos Marx. Había como una trifulca entre pasajeros, uno de ellos (la lengua alemana) especialmente incómodo ante la llegada de la lengua sueca. Percibida como un polizón.
Han pasado los días y las piezas se han ido reordenando. A ello ha contribuido el hecho de que vuelvo a escuchar el alemán a ratos perdidos y me ejercito en la alternancia con el sueco. Ambos idiomas (que, por cierto, comparten raíces) empiezan a tolerarse. Cada uno empieza a respetar el papel del otro y llegar al convencimiento de que -con buena voluntad y el paso del tiempo- en el camarote hay espacio para todos. (Incluso -confío- para futuras nuevas lenguas invitadas)