Mi última inserción referida al futuro de Cataluña fue dulce, esperanzada. Pero hace tiempo que tengo en la cabeza una de signo contrario. Es una reflexión tras trascender la trama de corrupción en torno a la figura del ex presidente Jordi Pujol. Su dimensión y alcance justo serán establecidos por los tribunales de justicia. Es lo que toca. Pero todos los indicios apuntan a una realidad escandalosa, inadmisible.

A mi juicio hemos vivido en Cataluña en las últimas décadas con la convicción de que en materia de moralidad pública estábamos un peldaño por encima del resto de España. Estábamos equivocados. En este punto no somos mejores ni mucho menos. Nos autoadjudicamos un peldaño que no nos correspondía. Y lo sano y justo es hacer una autocrítica colectiva sobre cómo pudimos mantener este oasis ficticio. Más aún: determinar quién se benefició de él. Y en el campo de los medios de comunicación, muchos periodistas debieran quedar con el culo al aire. Sin paliativos. También otros profesionales del conocimieno que jugaron (a sabiendas o no) el papel nada honorable de comparsas de la corrupción. Y en este viaje, la meritocracia fue tajantemente erradicada. Qué triste.

Una vez establecido esto, tenemos total legitimidad para intentar crear en Cataluña un país nuevo. Pero con dos premisas muy presentes: no lo hagamos para dar cobijo y redimir a la casta de imnpresentables que en nombre del catalanismo se llenaron los bolsillos. Y en segundo lugar, tengamos en cuenta los daños colaterales que nuestras legítimas decisiones de autogobierno puedan tener en nuestros vecinos peninsulares. Les debemos respeto. Nuestra cultura tiene raíces comunes. Nuestra sangre está mezclada con la suya. Y la gente normal de sus confines también sufrió los desmanes de líderes provectos.

Hagamos lo que hagamos, decidamos desde el mismo replano. No estamos un peldaño más abajo. Pero tampoco un peldaño más arriba.