El Acento

Antonio Florido

Embriaguez (6) – Novela por entregas.

Hay algo que todavía no entiendo, Michel”, le dije con cierta vergüenza. “¿Cómo has llegado a este lugar, cómo aceptan tu presencia, si no cumples las condiciones para estar aquí, entre ellos?”. Tardó unos minutos en responder. Conociéndole, encendí un cigarrillo y fumé tranquilo esperando que la ausencia de las palabras se alejara de nosotros. “Quieres decir que no soy un Idiota ni un Loco, ni padezco ningún desorden observable, ¿verdad?”. Iba a responderle cuando se anticipó y dijo: “¿Es que debemos compartir la materialidad del mundo, plena, completamente? ¿Dónde dejas el Derecho a sufrir? A sufrir libremente, sin atender a las convenciones, a soltar tu lastre cuando, donde, y como quieras. ¿Dónde puede uno vivir deshecho y desprendido de todo, sino aquí, entre estos muros?”. Esa noche ya no le vi más. Se levantó y se fue arrastrando los pies y sin despedirse. Al día siguiente mis brazos cogieron los papeles emborronados por sentimientos ajenos a mí. Leía sin comprender. No me concentraba en nada. Salía a la calle, fumaba, volvía a entrar, tomaba de nuevo los papeles amontonados y seguía hundiéndome en el horror más absoluto de saberme vivo. Se abrió un hueco en mi vida donde cabían todos los temores del mundo. Pensaba en ti, hermosa Marina. Y me alimentaba de tu desdén, de tu indiferencia, de tu imagen desnuda de amor. Por la noche volví a las calles heladas. Caminé como un sonámbulo loco que no sabe adónde va ni qué demonios quiere hacer. Me encontré en la glorieta. ¿Quién impulsó mis pasos hacia aquel lugar? ¿La locura del olvido deseado, el desarraigo encarnado en mis sentimientos? El Mudo vistió su rostro con la sombra borrosa de la duda. Me miró y con sus manos removió el aire gélido preguntándose qué me pasaba. El enfermo, echado sobre el banco eterno de sus males, reía sin sentido alguno y noté que la sangre se agolpaba en mi pecho, deseosa de salir. ¿Michel? Aún no había llegado. Me senté junto a ellos. El enfermo me dijo: “Yo también sufrí. Y ahora veo en tus ojos el desconsuelo y el temor a lo vivo. Pero no debes preocuparte. Conseguirás fundirte con el dolor y hacer de él parte de ti. Lo veo. Lo sé”. Noté un temblor en mi cuerpo. El interior, mis nervios, mis fibras, todo en mí se removió formando parte de un seísmo profundo sin razón, sin causa aparente. ¿Así debe ser la vida de un hombre?, me dije en silencio, mientras mis ojos se colgaban de las ramas enervadas de los árboles milenarios. “Sé que muero sin remedio. Pero río a la vida que aún me queda. Río a vosotros, al mundo, al cielo estrellado, al universo infinito. Río, aunque por dentro el sarcasmo corroa mi carne, aunque la ironía de mis palabras abra de vez en cuando una herida olvidada. Río porque es lo único que me resta por hacer. Ya nada tiene remedio, de modo que seré el Idiota de siempre, hasta el Fin”. Un ligerísimo brillo emanó de las cuencas de sus ojos y la risa, la eterna risa de sus pómulos desapareció por un instante. El Mudo también estiró su rostro. Y yo callé expresando con mi silencio la verdad de la noche desnuda. No quise esperar la llegada de Michel y seguí caminando un buen rato dirigiendo mis pasos hacia el hueco que me desgajaba el alma. Llegué a la Estación. De nuevo el aroma amargo penetró en mí horadando el velo transparente de mi cordura. Fui al banco de aquella mañana. La gente era la misma que la de aquel día. ¿Acaso las caras no son siempre iguales en los seres mediocres y anónimos? Llegó la hora coincidente. Y ahí estaba el dolor. El padecimiento que había tratado de sepultar durante unos días surgió de pronto del fondo de mis entrañas recordándome la mañana en la que te vi por última vez, Marina, hermosa Marina. Reviví el agrio sentir de mis poros, el desconsuelo de saber que no llegabas, noté cómo mis fibras se agrietaban sentado en aquel banco como un imbécil. Y luego, cuando por fin alcanzaste tu meta, la magia de lo existente me dijo que te perdía para siempre. Otra máquina vaporosa rugía delante de mí. Algunos hombres esperaban de pie, al lado de sus amadas; las parejas se abrazaban, se besaban, compartían los efluvios invisibles de la realidad presente, definitiva, inexorable. Luego alguien subía las maletas al tren. Y ellos seguían de pie, impertérritos, junto a ellas. Tremendos celos de seres a los que no conozco de nada. El vacío, la yerma voluntad de un hombre, la desnudez más absoluta, todo en una mezcla confusa e inarmónica que me volvía loco. Pensar en ti me dolía en aquel momento. Cuando tu imagen invadía mi cerebro, asaltándolo, trataba de pensar en algo diferente. Pero era inútil. Tu fuerza, tu ímpetu, volvía a mí una y otra vez, destrozándome, matándome. El ser, la carne, la voluntad, los sentimientos, en densa disolución de una realidad perdurable que ahoga al más sensato. No debería el hombre poder elegir. La ignorancia, esa dulce sustancia que embriaga, rebosaría de mis labios sin con ella fueras mía, sin con esa golosa ternura del alma supiera que siempre estarías a mi lado, acompañándome en los instantes eternos y presentes del devenir. Si supiera reconducir la vida de los demás, la mía propia, la tuya, amor mío, viajaría evanescente en el aire, hasta tu cuerpo candoroso, hasta lograr fundir mi alma con la unidad que te dio la vida, con tus labios trémulos y con tu sonrisa misteriosa. Pero nada de eso sucedió, sino que todo lo que me rodeaba entonaba la canción, la triste canción fúnebre del silencio y de la ausencia. ¿Qué hago yo aquí, en medio de esta gente desconocida, de estos amores que no me pertenecen?, me preguntaba desasido de mí mismo y gritando por dentro como sólo lo pueden hacer los miserables. Comprendí la cordura huida, la sensatez ausente. Me vi de pronto sumido en uno de esos sueños profundos donde nada se alcanza y donde todo se desea. ¿Era yo, realmente, el que estas ideas pensaba, o algún desconocido que había ultrajado mi ser todo, mi alma completa y definitiva? Sin responder a estas secretas cuestiones me fui lentamente hacia la calle. Me fundí con la multitud que entraba y salía del gran edificio y supe entonces que nada en mí era distinto, que yo era otro más; mediocre, oscuro, hombre perdido entre los hombres. ¿El destino? A la mierda el destino, el devenir, el futuro. Deseo fundirme en lo presente, en lo que únicamente representa algún valor para mí: el instante. El momento eternizado, dilatado, hecho presente y gozo, placer y felicidad. “Tal vez dentro de poco reciba noticias tuyas”, te decía, pensativo. Imaginaba mis manos temblando al abrir la carta esperada. El aliento encogido, el corazón anhelante. El papel, rozado por tus manos lejanas, se abriría ante mí mostrándome tu ser eterno y amado. Un simple papel serviría de consuelo para toda una vida. Si al menos llegase ese momento…Pero mientras tanto ¿qué? ¿La espera? ¿El suplicio? ¿La locura inmanente clavada en mi cuerpo como un arpón desnudo? Seguí caminando. La noche era igual a las demás. Pero un leve rizo de temor volaba sobre mí dibujando en el cielo luces extrañas. La niebla se hizo presente, adensando la ligera capa de nieve, la última nieve de este invierno septentrional. El frío, seco y áspero, arañaba mi piel y por dentro deseaba ardientemente la llegada del amor muerto para que me fundiera el entendimiento y me alejara del dolor de no tenerte. Marina, amor mío, has dejado un cadáver andando por la ciudad esclava de las pasiones, entre los lupanares arrinconados, formando parte de un paisaje gris que me parte el alma. Marina, Marina Maldonado, vuela rauda con tus cabellos al viento, corre por mí, vive por mí, dobla tu energía y con ella transpórtame al más allá, donde solo estemos tú y yo, en medio de la quietud y lejos del mundo que se hunde. La noche me persigue dondequiera que vaya, Las estrellas vigilan mis pasos. Se ríen de este pobre miserable preso de los ardientes hilos del amor abandonado. Solo entre estos seres dolientes a los que conocí hace ya casi un siglo. Solo en las calles húmedas, somnolientas, donde los alientos emergen de las casas evaporando el aire que nos consuela. El Neva, solamente el Neva es capaz de hablar con los desconsolados como yo, con los únicos individuos despersonalizados, abiertos al horror. Únicamente las terribles aguas de este río majestuoso lanzan al hueco la mejor sinfonía que uno pueda imaginarse, llena de amor y de hondura, de sombras y de horror.
Siempre he sentido las sombras caminar junto a mí. Aunque la noche observe mis pasos, bajo la luz clara de una luna melancólica, las sombras me persiguen, sin desmayo, y acompañan el devenir de este miserable a todas partes. Pienso en Michel y en sus palabras inteligentes. Los ojos vidriosos de este viejo sin años mostró, sin arrogancia alguna, la humillación soportada durante toda una vida. Podría haberse callado, haber sepultado sus secretos vitales en el pozo de sus tejidos. Pero no lo hizo. Lo confesó. Sin que nadie se lo pidiera lo confesó al cielo, a la tierra, al mundo callado y tétrico que hemos formado entre todos nosotros. El Viejo se deshizo, se abrió, como un niño al que cogen desprevenido. ¿Cuánto habrá sufrido Michel como para arrastrarse así delante de los demás?
Llegué a casa cuando amanecía. La salida de los primeros rayos del sol de oriente siempre me ha sorprendido, porque es tan sutil, tan tenue, es un sol tan ingenuo que da tristeza mirarlo. Pero es así. En estas tierras tan altas y tan egoístas los humanos hemos copiado a la naturaleza hasta en sus miserias. Subí los escalones exhausto, tenso, cansado y dolorido después de otra noche deambulando solitario y sintiéndome perdido, más perdido que nadie. Y el día llegó. Sin esperarlo, sin echarle cuenta, el generoso abrir de la vida surgió ante mí, cegando mi entendimiento. Yo, desacostumbrado a la luz del día, sufrí los primeros rigores de la energía liberada. Salí a la calle. Me sentí desorientado en medio de tanta viveza. Me cruzaba con la gente, miraba sus rostros desconocidos y en el fondo de mí me preguntaba por qué estos seres no se arrojaban a las frías aguas del Neva, por qué seguían viviendo, trabajando, engañándose unos y otros. Por qué la vida continuaba si era materialmente imposible. Sin la luz de tus ojos, ¿cómo podía la Tierra dar vueltas y vueltas, sin enloquecer? Yo era una triste masa con brazos, con piernas, con un cuerpo demacrado y vacío donde los únicos efluvios que me mantenían en pie eran los recuerdos casi perdidos de tu cuerpo. Tu amor, ese amor esperado durante tanto tiempo, ese amor que nunca sentí tocar mis tejidos, ablandaba mis pensamientos y formaba con ellos abundancias informes. Así pensaba en estos días de penumbra. Y, sin embargo, la mecánica absoluta de las responsabilidades conseguía que el trabajo saliese adelante. Corregía como un ausente. Leía, meditaba, trataba en todo momento de agarrarme a las palabras ajenas para sacar el desconsuelo que llenaba mi alma. Volví a tomar en mis manos el manuscrito de aquel escritor desconocido que buscaba la fama. Le volví a leer. Sentí de nuevo los celos por el trabajo y el esfuerzo de este hombre. Reconocí que era bueno, realmente bueno. Y, sin saber el motivo, se lo dije al Director. Entré en su despacho, displicente, y le arrojé sobre la mesa el tocho de papeles. Le dije: “Tome, éste vale”. A partir de ese día me tomé algunos de descanso pensando constantemente en ti, hermosa Marina. Te llevaba conmigo a todas partes. Deambulábamos juntos por las noches solitarias, ateridos de frío y con los cuerpos fundidos en uno. Oía el rumor de tus labios junto a mis oídos, y en la soledad de la noche primitiva respondía a las palabras que no lanzabas al aire, pero que sólo en mi imaginación vivían. Una de esas noches, ¿recuerdas?, te presenté al Mudo y al Idiota. Aseguraste que esos individuos tan graciosos te divertían. Yo les miraba, luego me volvía hacia ti y notaba la sonrisa preciosa de tu rostro, el desvío de tu boca, la ternura de tu piel. Y todo esto, mezclado en mi mente, confundiéndome, disfrazando mi dolor de mentiras reales, hacía soportables los días eternos esperando tu llegada. Cada mañana bajaba los escalones con la esperanza de encontrar la llegada de una carta. Cada mañana se convertía en un suplicio que duraba apenas el tiempo de comprobar que ese día no había llegado aún. Suplicio que aumentaba en el instante de ver la Nada en mis manos, el papel inexistente, las palabras imaginadas. La Nada más absoluta que llenaría otro día infinito y tedioso. Comprendí que la espera es tan desconcertante y tan angustiosa, que con sus miserias se podrían derruir todos los edificios de este mundo. Pasaban los días, los momentos fugitivos. Otra vez veía mis pies desnudos bajando los escalones. De nuevo las manos vacías, los ojos llenos, rebosantes, anegados de licores amargos. ¿Hasta cuándo?, pensaba, triste e irritado. Todo perdió el sentido para mí.
El artista llegó un buen día. Entró en la sala de espera -justo antes de mi despacho- con un aire subido, como diciendo, yo soy el de la novela. Sentí pena por él. No era arrogancia, ni vanidad, ni prejuicio; era sencillamente que me encontraba delante de otro desgraciado que creía haber descubierto el elixir de la felicidad, por el solo hecho de haber escrito algunas líneas sensibleras. Comencé a reírme de mí mismo. Mi espíritu se desdobló hasta el punto de que veía mis actos desde fuera, como si el que hacía las cosas no fuera yo, sino otro. Hablaba con Michel interpretando el falso papel del que presta atención. Él lanzaba sus palabras humildes al aire pensando que yo las atrapaba al vuelo. Al menos así lo creía. Luego supe que estaba equivocado. Que de nuevo El Viejo sabía perfectamente que no le atendía y que sólo me resignaba a sufrir por dentro los rigores de tu ausencia. El amor, cuando se va de tu alma, o cuando no llega en el momento deseado, duele y remueve las fibras del hombre, destrozando la carne podrida, retorciendo las angustias encubiertas, sacando a la luz aquellos temores que creíamos haber enterrado para siempre. Dimito, por eso, del hombre. Del ser corpóreo, fugaz, evanescente, que se arrastra por el mundo sabiéndose perdido y sin esperanza.
He entrado en La Sala del Recuerdo. Me acompaña la piel arrugada de Michel. Es una habitación amplia, desnuda, silenciosa, con dos ventanales enormes por donde penetran los haces de luz alegrando el espacio con suaves irisaciones. Michel me enseña los rincones, camina junto a mí y me dice: “Éste acaba de llegar, apenas lleva con nosotros dos semanas”. Se refiere a un joven pelirrojo que está sentado con los ojos ausentes. El joven mira de vez en cuando al huerto que aparece a través de las ventanas. Parece observar las hojas mullidas de los árboles frondosos. “Se llama Ezequiel, le encontramos una de estas noches heladas sentado donde tú bien sabes, Modesto”, añadió Michel con la voz suave. El joven se volvió hacia nosotros. Había oído, sin duda, las palabras del viejo y el muchacho se levantó y le besó la mano. Luego volvió a tomar asiento y de nuevo se fue al mundo de donde intentaba salir. “Esa noche no paraba de llorar. Una pena tan grande en un ser tan inocente, no es posible consentirlo, de modo que le tomé del brazo y lo traje aquí, hasta esta sala de donde aún no ha querido salir”, agregó Michel, cuando nos hubimos alejado del chico. “Debes olvidar, Modesto, debes hacerlo y centrarte en el instante, en lo único que existe realmente, el momento definitivo, el segundo perenne, ese vapor instantáneo que sale de tu cuerpo y te hace sentir vivo, ¿entiendes?”. No, no entendía las palabras crípticas del viejo. Y si en el fondo apenas atisbaba un leve hilo de comprensión, el horror que me daba aceptar las cosas de esa manera me retorcía el entendimiento, negando toda posibilidad a la cordura. Supe que todos los de La Casa habían pasado por esta sala al comienzo de su llegada. Para olvidar, para olvidar a través del recuerdo –maldita paradoja-, para sanar sus heridas del mundo exterior, que les rozaba y zahería, destrozando sus esperanzas. Había que olvidar la pena, el dolor, el fraude que para muchos supuso haber nacido sin querer. Desdeñar lo relativo, las ideas confusas, enloquecedoras. Alejarse del ajetreo que distrae y engaña. La fiebre de lo artificial, debía ser aniquilada sin compasión, como el ansia de poseer lo imposible. En esta sala de cura espiritual también pasé yo los primeros días a mi llegada. Como Ezequiel, me sentaba enfrente de las grandes transparencias y contaba el movimiento de los días a través de estos árboles silenciosos. Notaba el amanecer, el diminuto trasiego de las emociones. Y ese lento fluir de la inquietud lograba que la comprendiera y la amara, como se ama a una mujer ausente o un amor enraizado. Tras los cristales un huerto espacioso mostraba sus humedades. Los ciegos cavaban en él las tierras mojadas, formaban huecos en ellas donde luego sembraban pequeñas hebras, y durante el trabajo respiraban el aire puro entre las florecillas graciosas. Una fuente, en medio del espacio, lanzaba miríadas de gotas diminutas al cielo formando pequeñas nubecillas blancas y algodonosas. Todo aquí era distinto. ¿El mundo? No sé. ¿La gente, la masa, los demás? Tampoco me importaban. Sólo sabía que entre estos muros, junto a los tullidos y desamparados de la tierra, era más yo que antes.
Una mañana, mientras disfrutaba de la ilusión de verte, Marina, a través del ventanal, se acercó Michel y me dijo: “Háblame de ella”. Y en ese instante, tan enorme y diminuto como los demás, como todos los soplos que me alimentaban, comprobé que mi cuerpo y mi mente se abrían en canal. Michel me estaba pidiendo que le hablara, que sacara de mi ser aquello que aún permanecía clavado muy adentro. Me sentí mareado. Respiré hondo mirando los ojos del viejo, intentando ver donde no se podía, en el fondo de los mismos, en la profundidad de los años y de las experiencias, en el alma serena y grande de este pequeño viejo. Consciente del esfuerzo que me estaba rogando, Michel me preguntó: “¿Cómo es, cuál es su nombre, dónde os conocisteis?”. “Empieza por donde quieras”, agregó, entornando los párpados y mostrando su lado más humilde. Me levanté, me acerqué a la ventana. Necesitaba comprobar que la vida continuaba fuera, entre las flores, entre los ciegos celosos de su trabajo. En el fondo de mi ser mi pensamiento me pedía huir del viejo, salir de mi cuerpo, echar a correr como un cobarde, pero algo me obligaba a permanecer de pie junto al cristal helado. ¿Hablar de ti, Marina? ¿Rememorar de nuevo tus gestos? ¿Ver en mi cerebro tu rostro, tu boca, tu sonrisa? ¿Sufrir otra vez la ausencia y el agrio sabor de aquella mañana cuando te dije “¡Escribe, por favor!”? ¿Por qué me pides esto, Michel, pobre hombre? ¿Por qué duele tanto la vida y el paso del tiempo? ¿Es que no podemos deshumanizarnos, sentir como las piedras, es decir, nada, Nada en absoluto? Me volví. Mis piernas deshechas llevaron a esta masa informe de carne podrida hasta el asiento donde Michel me esperaba. Éramos dos seres solitarios que trataban simplemente de comprenderse. Pero Michel jugaba con ventaja. ¿Cómo poder abrir ante él el hueco de mi cuerpo? ¿Cómo mostrarle el vacío que llena mi vida? ¿Acaso se puede explicar lo inefable? ¿Con qué palabras, dónde encontrar la manera precisa de hablar de ti, sin ofender tu pureza, sin destrozar la inmaculada veladura que conforma tu unidad?

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Autor

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

Antonio Florido

Antonio Florido nació en Carmona (España), en 1965. Estudió Mecánica, Ingeniería Industrial y Ciencias Políticas. Aunque comenzó su oficio de escritor con la poesía, reconoce que se sintió tan abrumado por la densa humanidad de este género que tuvo que abandonarlo

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